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Luis Herrero

El olor del miedo

No son cosas de Margallo, son cosas de Rajoy. No es que Margallo vaya por libre, es que Rajoy le deja ir por donde le viene en gana.

Es muy posible que, pasado mañana, el ministro Margallo dé al separatismo catalán el pequeño empujón que le falta para alcanzar la mayoría absoluta, no sólo en número de escaños –esa parece ya a buen recaudo–, sino también en porcentaje de voto. Las cosas han ido de mal en peor durante la campaña. Hace un mes, los líderes de la sedición se conformaban con el trofeo de los 68 escaños en el Parlament. Mas, Junqueras, Romeva y Forcadell se habían hecho fuertes en el argumento de que los resultados de unas elecciones se miden en escaños, no en votos, y que les bastaba con conseguir la mitad más uno para poner en marcha su "fabuloso objetivo" de "desconectar" a Cataluña de España. No hablaban del número de votos porque sabían que andaban muy lejos de alcanzar el 50% que colmaba sus expectativas. Ahora, sin embargo, lo que parecía imposible hace un mes está a tiro de piedra según las encuestas que conocimos este domingo. La de ABC la sitúa a menos de tres puntos (47,1). Y la de El País, a menos de medio (49,6). Está claro que la campaña no le ha sentado bien al bloque constitucionalista.

A los ciudadanos catalanes les hemos explicado hasta la saciedad cómo será de duro el llanto y crujir de dientes si se consuma la independencia. Quedarán fuera de la Unión Europea, del euro, de la Liga de fútbol, de la protección de Draghi, de la bicoca de los erasmus y de las ventajas de un buen servicio financiero. Más allá de su pertenencia a España lo que les aguarda es el corralito, el aislamiento, el encarecimiento del crédito, el empobrecimiento y las tardes de domingo en el Nou Camp para ver jugar al Barsa frente el Hospitalet o el Mollerusa. Se lo han oído decir a políticos, empresarios, banqueros, periodistas, líderes europeos e inquilinos de la Casa Blanca. Pero no se lo han creído. O, si se lo han creído, les ha dado igual. En las dos últimas semanas, la intención de voto de los separatistas no ha dejado de crecer a pesar de la retahíla de advertencias que han llovido con sintaxis condicional. Si Cataluña alcanza la independencia, nos ha faltado decir, un Armagedón apocalíptico acabará con basílica de la Sagrada Familia. Da igual. El resultado de la estrategia salta a la vista.

No hace falta ser un lince para darse cuenta de que las apelaciones al sentido común no surten el efecto deseado. A medida que se van sumando efectivos a la campaña didáctica de las terribles consecuencias que acarrearía la independencia, la tribu separatista segrega más testosterona. El llamamiento de Mas y los suyos a pasar por encima de los poderes que se conjuran para amedrentar a los catalanes sube de tono y la respuesta del rebaño a ese grito de rebeldía épica se vuelve atronador. Los afectos y las pasiones arden como teas. En medio de ese ardor sentimental y gregario, la idea de que el incendio puede apagarse con sesudos silogismos en bárbara me parece tan candorosa como estúpida. No digo que haya que renunciar a eso que llamamos pedagogía. Las cosas son como son y hay que evitar a toda costa que alguien pueda decir, cuando se disipe la polvareda, que no fue debidamente advertido de las consecuencias de sus actos. Está bien que hayan comparecido en el escenario público todos los admonitores nacionales e internacionales para poner los puntos sobre las íes. Lo que no estaría bien es pensar que eso resuelve el problema. A corto plazo, no. Al contrario. Probablemente, lo agrava. En pleno arrebato de adrenalina, un desafío motiva más cuanto más difícil parece.

Por eso me llama tanto la atención que Mariano Rajoy haya dicho a los suyos, según contaba este domingo Marisa Cruz en El Mundo, que espera superar la amenaza independentista a base de "cabeza fría, mantener la calma y manejar los matices". Parece ser que el presidente del Gobierno tiene previsto desembarcar en el tramo final de la campaña –martes, miércoles y viernes– con el convencimiento de que aún es posible "desmontar ensoñaciones" a base de mensajes potentes dejados para el final para evitar que su efecto se diluya. Y supongo, claro, que es en medio de esa estrategia gubernamental donde también adquiere sentido la anunciada justa televisiva entre Margallo y Junqueras. Lo que no han conseguido Merkel, Cameron, Obama, Fainé o Gasol lo va a conseguir el ministro de Exteriores con su osadía mediática.

El catálogo de disparates que supone la margallada programada para el miércoles es bastante amplio. A mi se me ocurren, sobre todo, cuatro contraindicaciones destacables. La primera, yendo de menos a más, es que coloca a Albiol a los pies de los caballos. El mensaje que traslada es poco más o menos el siguiente: aquí vengo yo, señoras y señores, a explicarles para que lo entiendan bien lo que el merluzo del candidato de mi partido no ha sabido explicarles todavía.

La segunda es que convierte al PP, tanto en su versión regional como nacional, en una estructura de poder irrelevante. Casi nadie –ni en Génova, ni en el Consejo de Ministros ni en el grupo parlamentario– quería que el debate se celebrase, pero Margallo –el mismo ministro que fue desautorizado por el vicesecretario de Comunicación del partido por defender posiciones personales sobre Cataluña que no coincidían con las del PP– apeló a su amistad personal con Rajoy para mandar a hacer puñetas los corsés reglamentarios y las concordancias programáticas. No son cosas de Margallo, son cosas de Rajoy. No es que Margallo vaya por libre, es que Rajoy le deja ir por donde le viene en gana.

La tercera es que pone de manifiesto que la piedra angular de la estrategia de campaña del Gobierno es la improvisación. La idea del debate no surgió tras una sesuda reflexión –equivocada o no– sobre la mejor manera de contrarrestar la propaganda separatista. Fue fruto de un calentón fortuito. Junqueras emplazó a Margallo a que le dijera en público, con testigos delante, en qué norma comunitaria se basaba el Gobierno para decir que una Cataluña independiente sería expulsada de la Unión Europea. Y el ministro, que es más chulo que un ocho, se vino arriba y le contestó que se comprometía a explicárselo "donde quisiera, cuando quisiera y como quisiera". A las pocas horas, los tres emplazamientos quedaron concretados. Sería en la televisión de Godó, el miércoles 23, en un debate cara a cara. Los cabeza de huevo de Génova se llevaron las manos a la cabeza pero el ministro se hizo fuerte en su decisión. Todo menos pasar a la historia como un cobardica que se desdice de su palabra. Hubo dirigentes del partido que se volvieron hacia Rajoy esperando a que impusiera un poco de cordura, pero el presidente se quitó de en medio al más puro estilo de la casa: "Yo estoy a lo que digan los directores de campaña. De hecho, estoy haciendo campaña en Cataluña y voy a donde me mandan. A mí lo que diga el comité de campaña siempre me parecerá bien". Todo un tratado de premeditación, vaya. Un ejemplo paradigmático de planificación milimétrica. La prueba irrefutable de que en Moncloa, como tantas veces se nos ha dicho, tienen pensado hasta el último detalle de la estrategia para ganar la contienda.

La consecuencia ya no tiene remedio. Llegamos a la cuarta contraindicación. La peor de todas. El ministro de Asuntos Exteriores de España, en plano de igualdad con el aspirante a presidir la próxima República de Cataluña, volverá a enumerar las terribles consecuencias que acarrearía una declaración de independencia. Y al hacerlo mandará un mensaje letal: que existe el riesgo de que ocurra. No tendría sentido alertar de un peligro que no existe. Si es seguro que algo no va a pasar, si el Gobierno tiene muy claro que no consentirá que pase bajo ningún concepto, si el respeto a la ley no es una barricada desguarnecida, ¿para qué perder el tiempo en explorar hipótesis imposibles? Mucho me temo que la margallada televisiva sólo servirá para trasmitir la imagen de un Gobierno acojonado por la posibilidad de que pueda ocurrir lo que en teoría es imposible que ocurra. ¿O es que Rajoy no lo considera imposible? Me temo que esa duda razonable llenará de votos las urnas de Junts pel Si. Margallo también da alas.

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