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Santiago Navajas

Actor de raza, director todoterreno

Tenía un indiscutible pulso para la dirección de actores y un delicado sentido para lo colosal, al tiempo que una gigantesca sensibilidad para lo íntimo.

Las jóvenes generaciones no tendrán como nosotros, los viejunos puretas, las sensaciones cinéfilas que acompañaban al visionado de una película en una sala cinematográfica. Del descorrimiento de los grandes cortinajes que anunciaba el inicio de la proyección en los cines de una gran y lujosa sala a la minúscula propina o pequeña maldición, según se terciase, que se le daba a los acomodadores que, linterna en mano, te acompañaban hasta tu localidad cuando las luces se habían apagado o te enfocaban con la susodicha si hacías demasiado ruido o te agitabas sospechoso junto a tu acompañante femenina.

Cada cine envolvía la película con un cúmulo de aromas y texturas diferentes, del olor a tabaco en los más antiguos a la tersura de las butacas de terciopelo en los más lujosos. Así, los viejunos, junto a cada película, gozamos también del recuerdo de la sala en que la vimos, la mayor parte de ellas ya cerradas.

El fallecimiento de Richard Attenborough ha hecho aflorar proustianamente en mi memoria dos cines ya desaparecidos: el Goya de Granada y el Renoir de Cuatro Caminos (Madrid). Al primero me llevaron con el colegio a ver Gandhi (1982), un biopic mastodóntico y bienintencionado ad maiorem gloriam del héroe pacifista indio (Ben Kingsley), que arrasó en los Globos de Oro, los Bafta y los Óscar. Ya universitario, en Madrid me emocioné con Tierra de penumbra (1993) ante la intensa, sutil y devastadora historia de amor entre C. S. Lewis (Anthony Hopkins) y Joy Gresham (Debra Winger). En ambas películas, Richard Attenborough demostraba dos cosas como director: un indiscutible pulso para la dirección de actores y un delicado sentido para lo colosal, al tiempo que una gigantesca sensibilidad para lo íntimo.

Todo ello le venía dado por la primera faceta en la que había destacado en su carrera británica: fue un extraordinario actor secundario -ojo a su Pinkie en Brighton Rock (1947) o en la alucinante A vida o muerte (1946)-, bajo la guía de maestros como David Lean, Michael Powell & Emeric Pressburger, John Sturges, Robert Aldrich o Richard Fleischer. También fue protagonista principal, con interpretaciones tan excelsas como el terrorífico asesino en serie John Christie en 10 Rillington Place (1971).

Además fue productor, académico y mil cosas más dentro de la industria británica, en la que siempre destacó por su carácter rocoso y talante amable, un todoterreno cinematográfico que conjugaba el negocio y el arte con la facilidad con la que un poeta-soldado como Garcilaso de la Vega mataba enemigos mientras componía versos al amor. Steven Spielberg, del mismo modo que hizo con François Truffaut en Encuentros en la tercera fase, tuvo la sabiduría de rescatarlo para un papel secundario pero decisivo en Parque Jurásico (1993), el obsesivo nuevo doctor Frankenstein de los dinosaurios.

Hombre de hondas convicciones políticas izquierdistas, nunca dejó que el resentimiento y la demagogia se mezclasen con sus relaciones personales o cinematográficas, así que hacía campaña por los laboristas desde su Rolls Royce o visitaba a Margaret Thatcher en Downing Street para hablar de cine. La Dama de Hierro reprochaba a Dickie que no la hubiera visitado antes. Nosotros le reprochamos que se haya ido ahora, porque aunque a sus casi 91 años ya lo había dado todo como buen actor y director, siempre es de lamentar la muerte de una mejor persona.

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