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Cristina Losada

Del marxismo al Gulag

Agradeceré siempre a Glucksmann, en fin, que me mostrara que había estado equivocada.

Conservo pocos libros de aquella época, pero uno de los pocos es La cocinera y el devorador de hombres. Ensayo sobre el Estado, el marxismo y los campos de concentración, de André Glucksmann. Es un libro pequeño, de letra minúscula, de la editorial Mandrágora, publicado en 1977. El original francés había salido dos años antes, y yo compré aquella edición española en 1978. Es difícil imaginar hoy el efecto que tuvo aquel libro. En realidad, es difícil imaginar que un libro, y un libro de ensayo, tuviera efecto: el efecto de cambiar las ideas, el modo de pensar y de creer, porque de creencias hablamos, en el marxismo.

Hay que situarse en los últimos años de la década de 1970, y en un mundo intelectual dominado por el marxismo, y ello tanto en Francia y otros países europeos como en la propia España, recién salida de la dictadura. Lo excepcional en la intelectualidad y sus aledaños era, entonces, no ser marxista. Más aún, no serlo y no simpatizar con el comunismo era sospechoso.

En pocas y gruesas pinceladas, ese era el ambiente en el que el libro de Glucksmann, como algún otro de los nuevos filósofos franceses, caería como una bomba. Especialmente en España, donde el anticomunismo fungía prácticamente como sinónimo de fascismo. Sólo un facha redomado o un agente del imperialismo yanqui, pagado naturalmente por la CIA, podían ser anticomunistas. Los disidentes del comunismo o eran desconocidos o eran despreciados, como Soljenitsin, cuyas declaraciones en una visita a España en 1976 despertaron la indignación de intelectuales y literatos. Alguno, como Juan Benet, escribió que los campos de concentración deberían existir mientras hubiera personas como Soljenitsin.

Glucksmann, en cambio, leyó Archipiélago Gulag, la obra magna del escritor ruso, y se puso a pensar. Se puso a pensar lo impensable: que había una relación, una continuidad, entre el marxismo y los campos de concentración. Que el Gulag, en definitiva el terror, no era una anomalía del marxismo, sino su necesaria consecuencia. Me perdonarán la larga cita que entresaco de mi viejo ejemplar:

Queda una reticencia a la hora de mezclar el marxismo con el exterminio de los campos de concentración. Para designar al caníbal del siglo XX como devorador de hombres, ¿tenemos realmente necesidad de meter nuestra nariz en su ropa sucia? Un traje es un traje, depende de quién lo lleve, dejemos al marxismo en el vestuario y condenemos simplemente los campos…

Lo lamento. Los guardianes enarbolan un uniforme y no es uno cualquiera. El negro para los SS, y el pequeño ribete azul en el cuello de los agentes del GPU. Mientras, preguntémonos, si tan sencillo nos parece condenar los campos, por qué con respecto a los rusos siempre nos quedamos en las cavilaciones internas. Los crímenes nazis tuvieron su tribunal en Nüremberg. Ustedes dirán: se había ganado la guerra y esta era la ley del vencedor. Muy bien: pero los luchadores antifascistas no esperaron esta victoria para entender qué era un crimen contra la humanidad. El tribunal Russell juzga los crímenes imperialistas en Vietnam, en América del Sur, permitiéndonos, por lo menos, convertir nuestro horror en algo común. Pero para los campos rusos no hay tribunal Russell, el grito de horror queda estrangulado en la garganta. ¿Y el marxismo no tiene nada que ver con este silencio? Si aquí nos convierte en sordos y mudos, ¿qué papel jugará allá abajo?

¿Qué es lo que nos impide ver y decir que, en cuanto a horror, no hay ninguna diferencia entre el campo nazi y un campo soviético?

Ese impedimento seguiría ahí durante mucho tiempo. ¡Todavía está ahí hoy! Glucksmann no fue el primero en atreverse a pensar lo impensable. Ni siquiera fue el que lo pensaría con mayor claridad ni con mejores argumentos. Pero era un tipo del mayo del 68, había sido maoísta, hablaba desde la izquierda y en el lenguaje de la izquierda. Y era joven y francés, algo de no menor importancia cuando la capital intelectual española era París.

El libro de Glucksmann nos abrió los ojos. Abrió un camino de salida de una izquierda cómodamente anquilosada en dogmas y sectarismo. Por lo que cuenta aquí Julia Escobar de cuando el filósofo estuvo en Madrid en 2006, esos desagradables rasgos permanecen. Luego escribiría muchos otros libros, y adoptaría posiciones discutibles, pero yo le agradeceré siempre que escribiera La cocinera y el devorador de hombres. Le agradeceré siempre a Glucksmann, en fin, que me mostrara que había estado equivocada.

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