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Enrique de Diego

El decrépito nacionalismo

La existencia de partidos nacionalistas es una de las peores herencias de la dictadura franquista. Se explica y se entiende por el hecho de que las dictaduras, mediante la represión, provocan un proceso de hibernación de las ideas, de forma que cuando llega el deshielo, en la floración crecen muchas semillas fuera del tiempo histórico --del debate, la evolución y el método prueba-error-- que se presentan con los atributos de la modernidad. Nada más reaccionario que el nacionalismo con su sublimación del instinto tribal o sus cánones culturales o sus ortodoxias de campanario. No sólo el vasco, también el catalán, el gallego y el aragonés, con su revival de las “fronteras naturales”, nueva veta de infección del PSOE, como se está poniendo de manifiesto en el Plan Hidrológico Nacional.

La crisis que vive el nacionalismo catalán es de fondo, no sólo de personalismos o herederos; es de agotamiento de un proyecto precisamente porque se ha personalizado en una persona, con un perfil autocrático. El nacionalismo catalán es pujolismo. Una forma dinosaúrica y antediluviana de nacionalismo, porque el evolucionado, el que había aprendido de sus errores era el de Josep Tarradellas, cuyo peor enemigo fue precisamente Pujol.

Lo que se está escenificando de nuevo ante nuestros ojos es que el supuesto idealismo del nacionalismo es una figura literaria, una mentira piadosa. Que en él anidan, junto a sus tentaciones totalitarias, las mismas mezquindades que en cualquier otro sitio, y con mayor contenido inquisitorial por el transfondo pseudoreligioso de la doctrina, de forma que la vanidad despechada de Durán i Lleida ante el parvenu de Arturo Mas se ha acompañado de groseras amenazas chabacanas de Convergencia respecto a dejar en la indigencia a Unió. Nunca había quedado más claro que el nacionalismo tiene un alto componente de pesebre. La corte de Pujol adquiere en estos días la coreografía de la corte de los milagros. Es el nacionalismo decrépito.

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