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Sabin tiene tres revelaciones a lo largo de su existencia. Dos de ellas no plantean problema porque son complementarias. La tercera contradice de lleno las anteriores, no tiene exégesis ortodoxa posible. La primera se reduce a Bizkaya. La buena nueva se extiende en la segunda a toda la “raza” vasca: Alaba, Bizkaya, Guipuzkoa, Lapurdi, Napara, Naparobera y Suberoa, llamadas todas a formar una “confederación” que “sólo se haría constituyéndose por voluntad libre y expresa de todos y cada uno de los Estados Vascos y teniendo todos los mismos derechos en la formación de sus bases”. Estas minucias confederativas parecen haber desaparecido del discurso actual de la construcción nacional.

En el tramo final de su vida, tuvo Sabin una revelación sorprendente que invalida la primera. El 22 de junio de 1902, un año y tres meses antes de morir, su periódico La Patria, bajo el expresivo título “Grave y transcendental” anunciaba que Sabin iba a pedir a sus seguidores que abandonaran el nacionalismo y acataran la soberanía española, otorgándole un voto de confianza para redactar el programa del nuevo partido que se llamaría Liga de Vascos Españolistas que desde el respeto a la unidad de España reclamaría las peculiaridades vascongadas.

El anuncio lleva el marchamo voluntarista e intransigente del fundador: “Hay que hacerse españolistas y trabajar con toda el alma por el programa que se hace con ese carácter”. Cabrán personas de todas las tendencias, monárquicos y republicanos, carlistas y liberales. Adelanta que va a escribir el ideario y lo entregará a tres o cuatro de los más íntimos “por si Dios me lleva antes de llegar al fin del plan, para que puedan ellos continuarlo”. Esta revelación transcendental e intranscendente al tiempo, ha quedado en zona de sombra.

Parece que Sabin pensaba que como profeta tenía derecho al acatamiento de sus fieles. En sí misma, la revelación no explicitada tiene una importancia ideológica relativa. Era el programa latente de los posibilistas del PNV, los euzkalerriacos del naviero Ramón de la Sota y entraba en la amplia corriente fuerista en la que había numerosos liberales en el tiempo que les dejaban los lupanares.

No faltan lecturas piadosas en el sentido de que se trató de un movimiento estratégico, posibilista, en cualquier caso superficial, con el que pretendía evitar que sus correligionarios abandonaran la legalidad y sufrieran persecución. Sin embargo, nunca en sus escritos se percibe algún tipo de flexibilidad estratégica sino intransigencia y si es preciso reclamación del martirologio. El final de la historia entra dentro de las brumas de la tradición oral. “Grave y transcendental” motivó visitas aclaratorias a la cárcel: los mensajeros volvían confusos. Hay también murmuraciones con compasivas sugerencias de locura transitoria. Los fieles, en todo caso, han hecho tan suyo el prejuicio que no están dispuestos a renunciar.

Miguel de Unamuno, que siempre lo respetó desde el progresivo alejamiento, sugiere una conversión tardía de intransigencias pasadas, una reflexión responsable cercenada por su entorno: “Nadie me quita de la cabeza que la espina mayor que en su esforzado y noble corazón llevó en sus últimos tiempos el apóstol fundador del bizkaitarrismo fue el haber evolucionado por dentro –pues no era, al fin, un pedrusco como tantos de los que le siguieron–, el haber entrevisto otros horizontes, el haber visto la inconsistencia de puntos esenciales de su primitivo credo y encontrarse atado a un prestigio y a una autoridad que se había creado, y verse, por otra parte, rodeado de infelices, de niños grandes y de beocios en quienes toda doctrina se enrigidece”. Para Unamuno, Sabin quedó atrapado por su propio personaje. ¿No es la lógica de su propia intransigencia?

El nacionalismo, en cualquier caso, ha procurado olvidar lo más posible este último episodio y ha establecido, sin prueba testifical alguna, que se retractó. La superación de la tentación daría más fuerza al mensaje racial salvífico. A comienzos de los años ochenta un fraile benedictino, Mauro Elizondo sembró la inquietud. Anunció que iba a publicar los legajos y documentos de Engracio Aranzadi, discípulo predilecto del fundador. Corrió la especie que entre ellos podía encontrarse el hipotético programa de la Liga Españolista. Si tal documento existía, era un testamento ideológico.

El 19 de abril de 1981, el dirigente del PNV, José Luis de Irisarri se puso la venda antes de la herida y avisó desde el diario oficial Deia de “las consecuencias de todo orden que puedan surgir, dada la complejidad de las circunstancias que privan en estos momentos en la vida política de nuestro pueblo, si se da a luz el citado documento. Esto es peligroso, muy peligroso. Los que estamos en política sabemos las razones”. ¿Quiso retractarse por sentido de la responsabilidad de sus ideas pasadas? ¿Impidieron sus fieles que se traicionara en un momento de debilidad? La importancia de las respuestas es menos relevante de lo que sugiere la congoja del dirigente del PNV. Para la lógica interna del nacionalismo, es posible. Porque una revelación contradictoria echa por fuerza abajo la credibilidad de la anterior y deslegitima al profeta como medium. Para la crítica intelectual, es casi indiferente. La lección es clara, constituye una llamada a la responsabilidad intelectual: las ideas, también los mitos y aún más los prejuicios, una vez lanzados adquieren vida propia, toman fuerza y si prenden en algún sanedrín se convierten en ortodoxia.

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