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Enrique de Diego

Tras la Guerra de los Seis Días

La Guerra de los Seis Días, en junio de 1967, marca un hito decisorio en el auge del movimiento. La victoria de Israel, que tomó el Sinaí, los altos del Golán, Jerusalén, Gaza y Cisjordania fue un shock traumático para una población larvada de fundamentalismo providencialista, que interpretó el desastre bélico como el castigo de Alá a la falta de piedad de sus dirigentes. El odio a Israel constituía el consenso de las sociedades musulmanas, y el enemigo había triunfado en el campo de batalla.

Al fracaso de las recetas económicas colectivistas --con reformas agrarias de colectivización del campo que perjudicaron a los ulemas, terratenientes por las donaciones testamentarias de los piadosos--, se unieron el agotamiento de las arcas públicas con obras faraónicas como la presa de Assuan, el control del aparato del Estado, con su clientelismo, y la derrota militar; todo ello para provocar el descrédito de una fórmula presentada como la vía islámica para ponerse al día con Occidente. El mundo islámico sólo ha conocido como sinónimo de Occidente un modelo próximo al socialismo real, una ideología contraria a los valores occidentales. Un profundo y lamentable drama.

El integrismo apareció como una atrayente fórmula alternativa para superar la humillación. El momento coincidía con una notable explosión demográfica, en la que las naciones musulmanas aumentaron su población entre un 40 y un 50 por 100, y varias contaban con un segmento de población joven superior al 60 por 100. Según Gilles Kepel en su libro La Yihad (Ediciones Península), básico para comprender el fenómeno, el integrismo islámico empezó a calar en dos grupos sociológicos: las clases medias piadosas, proclives a un mensaje fundamentalista y despechadas por su nula representatividad política, y sobre todo los jóvenes. Los gobiernos nacionalistas habían hecho un esfuerzo educador, mejorando la formación, pero sin el dinamismo económico capaz de ofrecer trabajo ni cauces de participación a una juventud abocada al paro.

El primer foco donde prendió con fuerza el integrismo fue en las universidades, donde empezaron a organizarse campamentos a la manera nazi, en los que se aprendía la “vida islámica pura” y se predicaban los conceptos de la guerra santa frente a los gobiernos impíos. Los ulemas, ajenos en los orígenes al movimiento, recuperaron un prestigio arrebatado por los militares nacionalistas de la descolonización. Como dice Rashid Al-Ghannouchi, perseguido como terrorista en Túnez y asilado en Inglaterra (una contradicción habitual en Occidente): “es cierto que los ulemas han colaborado a veces con los colonizadores y los dictadores. Pero también han protegido al pueblo magrebí, la identidad árabe-musulmana. Han jugado un papel positivo en la educación y la salud del pueblo. Queremos la modernización, pero no según el modelo que nos impone Occidente. Los occidentales nos dicen: para acceder a la modernidad, debéis renunciar a vuestra identidad. Es lo que han hecho Kemal Ataturk en Turquía y Burguiba en Túnez. A fin de cuentas, han perdido su identidad y no han entrado en la modernidad”. El velo empezó a presentarse no como un signo de vejación sino como “un gesto de resistencia a Occidente”.

Conscientes de su atolladero –Nasser hizo una dimisión ficticia en la noche de la derrota de la guerra de los seis días-, los gobiernos intentaron compartir el aparato ideológico y educativo y, en vez de democratizarse o de poner en práctica políticas económicas liberalizadoras, empezaron a derivar su legislación hacia el integrismo. “Los islamistas fueron sacados de las cárceles y se les dio preeminencia en las universidades como elemento conservador para frenar a las fuerzas izquierdistas” que anunciaban la revolución marxista, “los estados compartieron la ideología y buscaron la legitimidad islámica”. Las instituciones religiosas como Al Azhar, la milenaria mezquita donde se forman los imanes, fueron potenciadas y se buscó la funcionarización de los ulemas.

El recurrente mensaje de que el Islam era compatible con el socialismo, el “igualitarismo del Profeta”, fue sustituido por la puesta en marcha de la sharia como legislación estatal, con sus lapidaciones por delitos sexuales y sus ejecuciones públicas. Los integristas aparecieron durante un tiempo como defensores del orden por su impronta conservadora, y fueron cortejados por las dictaduras. Los estados, más aún las dictaduras como la de Zia-ul Haq en Pakistán --cuya prioridad fue la sharia, que destruyó los últimos restos de Estado de Derecho, que y había derrocado y ahorcado a Ali Bhutto--, se desbocaron por la senda del integrismo.

Entre ellas, fue clave Arabia Saudí, la financiera del integrismo y su exportadora. Los Hermanos Musulmanes, en los primeros tiempos de represión, fueron recibidos en la Universidad de Medina, terminada en 1961. La dinastía saudí, como garante de los Santos Lugares de La Meca y Medina, era la cuna de la interpretación literal y rigorista del Corán, desde que en 1745 el emir Muhamad Ibn Saud asumiera confesionalmente la doctrina del reformador religioso Muhamad Ibn Abd al Wahhab. El wahabismo o salafismo. La monarquía saudí vio en el integrismo el instrumento para desarrollar un liderazgo moral sobre el conjunto del mundo islámico, pues ambos coincidían en puntos tan fundamentales como el rigorismo y la sharia. ¡El rey saudí, a la sombra de La Meca, podía recuperar alguna forma de califato!

La guerra de 1973, desatada por Egipto y Siria, amplió con nuevas vías ese proyecto. La primera victoria militar dio paso a una peligrosa contraofensiva israelí, pero los tanques hubieron de parar a cien kilómetros de El Cairo, cuando Arabia Saudí impuso el boicot en el suministro de petróleo a los países aliados de Israel. La subida de los precios dio un amplio caudal económico a los que Kepel denomina “petromonarquías”. El dinero fue repartido con generosidad en mezquitas y asociaciones benéficas con la fórmula internacionalista y salafista. Se crearon bancos islámicos con préstamos sin interés, en donde encontraron colocación los jóvenes universitarios. Otro instrumento de difusión del fundamentalismo fueron los emigrantes a los países del Golfo, que volvían a sus países enriquecidos y en plena sintonía con el salafismo. La identificación de progreso económico e integrismo fue un factor dio nuevas alas al fundamentalismo providencialista.

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