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Algunos de los que hemos propugnado desde siempre la puesta en marcha de una Justicia internacional, basada en los derechos personales y en la persecución de los llamados crímenes de la humanidad, al tiempo percibimos en la ONU una estructura ineficiente, obsoleta y que, con frecuencia, ha sido la coartada para la supresión de esos derechos en nombre del tercermundismo. El récord de tiempo de aplauso en la Asamblea general lo tiene Idi Amín con un incendiario discurso contra los valores occidentales. Tal personaje tenía sobre su conciencia la muerte de miles de opositores ugandeses, algunos asesinados por él mismo, que se dedicaba al canibalismo.

Claros argumentos contra una mala formulación práctica de un buen principio están expuestos en la “Revista de prensa”. A ellos me remito. El ejercicio de la justicia corresponde a un cierto sentido de la soberanía, a una idea latente de un gobierno mundial. Que ese principio se desarrolle a través de la ONU no es el menos malo de los escenarios, es uno de los peores. La ONU llevó el liderazgo de uno de los procesos que ha causado más pérdidas de vidas humanas y mayores retrocesos para la libertad: la descolonización. Se mueve con criterios de relativismo moral, bendiciendo a las peores tiranías del planeta, como organización parasitaria que consume fondos públicos de los países occidentales, normalmente para denigrarlos, aunque –cierto es– se eche mano de ella en algunos momentos delicados como coartada, porque las facturas las paga Estados Unidos.

Ese gobierno mundial latente debería estructurarse con claros criterios democráticos, con naciones que respeten los derechos humanos y la economía de mercado. La OTAN y el G8 son las organizaciones más homologables. El Tribunal Penal Internacional, que se va a poner en marcha, tiene muchos riesgos de ser una pantomima, que abunde y naufrague en la demagogia y sea utilizado contra las naciones democráticas, que es lo que puede dar más titulares de periódicos.

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