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Enrique de Diego

Historia de una cesión suicida

Nunca he compartido la beata idealización de la transición democrática, que me recuerda bastante a los ejercicios de adulación a sueldo de los cronistas monárquicos medievales o pregoneros del poder, sea el que sea. Como todo proceso humano, contiene virtudes y defectos. Partió del hecho de la muerte natural del dictador, por lo que el pretendido heroísmo me sugiere un complejo de culpa sublimado. Y sostuvo suicidamente en su sitio a la cúpula militar hasta el 23 de febrero, cuyas principales cabezas se movían en el ámbito de la Zarzuela, lo cual indica el nivel de ingenuidad e improvisación con el que se actuó.

Pero, siendo un proceso racional, en el que los franquistas y los opositores se dieron cuenta de que no tenían fuerzas suficientes para imponerse, ha sido de manera muy clara la historia de una cesión. Hace años, estando de jefe de Política de ABC me vino a pedir opinión un periodista alemán sobre “la pacífica transición española”. No me parece –le dije, y repito ahora– que se pueda llamar pacífica a una transición que entonces llevaba cientos de muertos por terrorismo político, cifra que no ha hecho más que crecer en estos años.

El franquismo originario de Juan Carlos y de Adolfo Suárez se manifestó en una debilidad congénita respecto a los nacionalismos. Se hicieron muchas cosas bien, y algunas mal, pero todas bajo el esquema de la cesión. Cuando se habla, con manifiesta impropiedad del caso norirlandés, se olvida que el pacto se realizó antes en España, pero sin contrapartidas: la amnistía no conllevó el abandono de las armas. Esto no es descontextualizar la situación, porque esa la he vivido, con los nauseabundos comentarios de Carlos Garaicoechea a los periodistas “en Madrid” sobre que si no se aceptaban sus exigencias vendrían los terroristas a matar. Y matar, mataban. Los nacionalistas han asesinado a cerca de mil personas inocentes para “generar” el conflicto. Si unos mueven el árbol y otros recogen las nueces, están conchabados, la mafia es común, al margen de hipocresías.

Si se ha llegado a este punto es por una serie de irresponsabilidades y errores previos. La mayoría del nacionalismo, pero también muchos de los sucesivos Gobiernos de la nación, que, por ejemplo, nunca afrontaron una reforma de la ley electoral que evitara el chantaje nacionalista. Y también, por supuesto, de José María Aznar, cuya obsesiva propensión a situar a la UCD como su referencia histórica no sólo es una mentira, sino que también le ha llevado a errores de diagnóstico, en aras de un consenso que tiene sentido en los períodos constituyentes, pero que es estúpido y anestesiante en los de necesario debate democrático. Como legitimar al nacionalismo catalán cuando ya era gratuito, por sus propios complejos de culpa y de los de su partido.

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