Norman Borlaug es conocido, poco, como "el hombre que alimentó al mundo". Es el científico que ingenió durante los años 50 y 60 las innovaciones en la producción agrícola conocidas como "la revolución verde", que permitió obtener más alimentos en todas y cada una de las hectáreas cultivadas. Borlaug desarrolló nuevas variedades de varios cereales que germinaban antes, crecían más rápido y resistían mejor a las enfermedades y la sequía, permitiendo sacar adelante cosechas en condiciones climáticas adversas y logrando que en muchas zonas puedan obtenerse dos o tres cosechas al año, cuando antes sólo se lograba una, y gracias.
La revolución verde incorpora también otros elementos, como la gestión y control del agua o el uso de fertilizantes y pesticidas. En 1960, por ejemplo, casi un tercio de las cosechas de arroz en Asia acababa consumido por los insectos. Desde esa fecha, en los países en desarrollo la producción de arroz por hectárea se ha incrementado un 122%, la de maíz un 159% y la de trigo un 229%. Las mismas tierras ahora son capaces de alimentar a muchas más personas. Naturalmente, los ecologistas lo odian.
El trabajo de Borlaug ha destruido algunas de las predicciones catastrofistas tan queridas al ecologismo radical de organizaciones como Greenpeace o Amigos de la Tierra, que no del hombre. Las grandes hambrunas que reducirían la población mundial no se han producido; ni siquiera ha sido necesario para lograrlo aumentar en exceso el área dedicada al cultivo, que ha aumentado en menos de un 2% desde 1950. Cualquier persona sensata pensaría que eso son buenas noticias, pero no así los ecologistas, que lo critican ácidamente por los males creados por los pesticidas y fertilizantes, como si los escasísimos porcentajes de muerte por esas causas no fueran ridículos en comparación con las vidas que ha salvado su revolución, que se calculan en unas 1.000 millones.
Borlaug defiende ahora, como es natural, la creación de transgénicos como una extensión natural de su propio trabajo, pues permiten crear variedades nuevas más rápido y con mucha mayor precisión. Sus métodos, "basados en la hibridación y la selección, eran mucho más lentos y primitivos: junto al gen beneficioso entraban muchos otros, y algunos podían tener efectos negativos en otros aspectos". Los transgénicos no tienen ese problema. Las críticas de los ecologistas a estos nuevos métodos tienen, para él, una causa clara: "Lo dicen porque tienen la panza llena. La oposición ecologista a los transgénicos es elitista y conservadora. Las críticas vienen, como siempre, de los sectores más privilegiados: los que viven en la comodidad de las sociedades occidentales, los que no han conocido de cerca las hambrunas". Él lo sabe bien; sus esfuerzos para introducir en África las innovaciones que habían salvado tantas vidas en Asia no recibieron los fondos necesarios debido a consideraciones "medioambientales", es decir, por miedo de las fundaciones que hasta entonces habían invertido en su trabajo a las críticas de los ecologistas.
Con la imposición de un principio contradictorio consigo mismo como es el de precaución a la comercialización y producción de transgénicos, la Unión Europea ha dado alas a los chillidos histéricos de los ecologistas. Unas personas que no producen un gramo de comida pero quieren imponernos la forma en que debe hacerse. Unos metomentodo que pretenden que sus profecías de hambrunas se cumplan en el futuro gracias a la prohibición de las herramientas que el ingenio humano ha desarrollado para evitarlas. Y aún habrá quien les alabe "su buena intención".© AIPE