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EDITORIAL

La Corona, símbolo de unidad y permanencia

Esa auctoritas –que el historiador Mommsen definió como "algo más que un ruego pero menos que una orden"– que la Constitución concede al Rey, debe ejercerse en coherencia y defensa de esa "unidad y permanencia" de la nación que la Corona simboliza.

Decía Orwell que a veces es necesario "defender lo obvio", y eso es, precisamente, lo que ha hecho este lunes el Rey al recordar, desde Oviedo, el papel de la monarquía parlamentaria y la Constitución en el logro del "más largo periodo de estabilidad y prosperidad en democracia vividos por España".

La innegable y, aparentemente, poco comprometida aseveración de don Juan Carlos adquiere, sin embargo, especial significado al producirse precisamente en plena polémica desatada por la pusilánime reacción del Gobierno ante los insultos o la quema de retratos del Rey, o su desidia a la hora de cumplir y hacer cumplir la legalidad sobre el izado de las banderas, por no hablar de su intención de responder "políticamente" al intento ilegal de Ibarretxe de acabar con la Nación española.

Vaya por delante que la unidad y permanencia de una nación ni puede ni debe depender de lo que haga o diga –o deje de hacer y decir– su jefe del Estado. Ahora bien, el papel que los ciudadanos españoles, a través de la Constitución, confiamos a nuestro Rey no fue exclusivamente simbólico como el que pueda desempeña una bandera o un himno. Con ser éste importante, el Rey tiene, además, un función de "arbitraje y moderación", tal y como señala el artículo 56 de nuestra Carta Magna; y esa auctoritas –que el historiador Mommsen definió como "algo más que un ruego pero menos que una orden"– debe ejercerse en coherencia y defensa de esa "unidad y permanencia" de la nación que la Corona simboliza.

Ese papel activo de moderación de la Corona es ahora tanto o más necesario, al vivir una fase de nuestra singladura democrática en la que el Gobierno de la nación ha dado alas, con su discurso y sus alianzas, a un radicalismo nacionalista cuyo confeso objetivo no es otro que quebrar los pilares constitucionales de nuestra convivencia nacional y democrática.

Es desde el Gobierno de Zapatero desde donde se ha reivindicado esa etapa tan cainita, liberticida y funesta de nuestra historia como fue la República. Es el propio presidente del Gobierno el que ha cuestionado la nación como "concepto discutido y discutible", y quien no ha tenido empacho en tener como socios de gobierno a quienes consideran la bandera de España como "la bandera del enemigo". Es el Gobierno de la nación el que ha liderado un proceso de desestabilización sin precedentes, con su impulso a estatutos soberanistas que ahora quieren ser superados con tramposos refrendos ilegales. Fue el propio Zapatero quien, en plena fase de cesión y apaciguamiento –no concluida– ante el terrorismo, llegó a reconocer ese "derecho de los vascos a decidir su futuro" al que ahora apela Ibarretxe para convocar su ilegal referéndum de autodeterminación.

Ante unos actos como la quema de los retratos del Rey o la negativa de muchos municipios –algunos gobernados por socialistas– a cumplir la ley de banderas, el Gobierno de Zapatero simplemente quiere que miremos a otra parte.

La "prosperidad y estabilidad" que hemos disfrutado bajo la monarquía constitucional, ciertamente, no tiene precedentes, pero tampoco lo tiene en nuestra democracia –ni en ninguna otra monarquía parlamentaria– las alianzas de un Gobierno con formaciones secesionistas abiertamente republicanas. Aunque el porvenir de nuestra nación dependa de nosotros, los ciudadanos, la intervención del Rey comprometiéndose en defensa de lo que la Corona simboliza es hoy más necesaria de lo que ha sido nunca en este acosado periodo constitucional.

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