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Cristina Losada

El psicodrama del antifranquismo tardío

La ley no se hace para reparar a las víctimas, necesidad que ya estaba cubierta, ni para facilitar la exhumación de restos, que ya podía hacerse, ni para contribuir al conocimiento de los errores pasados, sino para canonizar una versión de la historia

Cada vez que el coro de oportunistas y conversos entona enfebrecido la condena del franquismo con años de retraso me da la risa. Imagino que lo mismo le ocurriría a cualquiera que participara de algún modo en la oposición a una dictadura, si se encuentra con que personas que nada arriesgaron entonces, que vivieron confortablemente, que medraron en los establos de aquel poder y hasta le deben su actual fortuna, que todavía eran muy niños o no habían nacido siquiera, se presenten décadas después del final de aquel régimen como los más acérrimos luchadores... contra su fantasma. Uno puede indignarse y exclamar un despectivo "¡A buenas horas!", seguido de un "¡Menuda pandilla de farsantes!" igualmente cargado de desprecio. Pero no puede dejar de apreciar la ironía de la historia.

Al mismo tiempo, es posible sentir una satisfacción egoísta. A mí, por ejemplo, me complace comprobar que unos cuantos conciudadanos tienen un problema que yo no tengo. Pues se da el caso de que algunos no necesitamos condenar el franquismo, toda vez que fue el franquismo quien nos condenó a nosotros, mientras que esas pobres criaturas han de hacer ahora confesión pública de su reprobación de la dictadura porque la dictadura nunca tuvo razones para condenarlas. Nada hicieron contra ella, fuese por falta de voluntad o de edad. De manera que esta puesta en escena de un combate que no libraron y esos grititos de guerra que lanzan, como si el franquismo fuera un peligro actual y real, tiene sentido para aquellos que tratan de rellenar un vacío, de tapar un yugo con flechas o de realizar alguna otra operación de rediseño de su pasado personal. El convoluto de la memoria histórica les permite salir de la indignidad con una simple declaración y sin que se le miren los antecedentes. Con la gran ventaja, ya observada por Revel en los revivals franceses de la lucha contra el nazismo, de que en la batalla contra los espectros la victoria está asegurada y no hay riesgo alguno.

Obviamente, el montaje de la memoria histórica, concepto disparatado, no se ha hecho para resolver los problemas de esas personas, sino para instrumentalizar políticamente la historia, pero ese aspecto no es desdeñable. He ahí, por ejemplo, como paladines de la oposición a la dictadura a los dirigentes de un partido que, con excepciones contadas, estuvo de vacaciones durante los cuarenta años. Ahora derrochan unas energías contra el franquismo que ya hubieran querido ver en los tiempos duros los que entonces se la jugaban. Que, por otro lado, no eran en su mayoría demócratas, sino comunistas de una u otra clase. De ahí, tal vez, la indiferencia y la hostilidad con que los veían muchos españoles de entonces. Desde luego, la ley no se hace para reparar a las víctimas, necesidad que ya estaba cubierta, ni para facilitar la exhumación de restos, que ya podía hacerse, ni para contribuir al conocimiento de los errores pasados, sino para canonizar una versión de la historia que ahonda en esas equivocaciones al tratarse de un simple guión de buenos y malos. Como el franquista, pero a la inversa.

La cuestión ahora es si se va a obligar a todo quisque a condenar retrospectivamente el franquismo y a enseñar sus credenciales, en la estela de los Kaczyinski en Polonia. Estamos impacientes a la espera. De momento, la negativa de Mayor Oreja a condenar el franquismo ya ha sido comparada al rechazo de ANV a condenar los crímenes de ETA. Y es que en la España de ZP puede llegar a ser más escandaloso abstenerse de juzgar a un régimen odioso que ya ha periclitado que colaborar con una banda terrorista que sigue cometiendo crímenes, continúa privando de libertad a muchos y constituye una amenaza real y actual para todos.

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