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Antonio Robles

La III República española

Los que somos republicanos por razón cada día tenemos más razones de corazón para exigir la llegada de la III República española.

Cuando el Rey dijo hace dos años que todos éramos iguales ante la ley dio por supuesto que tal proceder no iba con la Casa Real. Son frases hechas que se dejan caer para adornar una imagen de ejemplaridad o conjurar críticas. Sin ninguna prestación. Ya se sabe, es el Rey, esa figura a la que durante casi tres décadas, políticos y medios decidieron no tocar ni un pelo. Seguramente, arrastrados por la necesidad histórica de fundar estabilidad democrática a un Estado tradicionalmente inestable. La deuda contraída por su intervención para conjurar el 23-F servía de coartada y ponía ese punto de dramatismo, necesario para hacer creíble el arrebato. ¡Como si la monarquía hubiera podido permitirse otra salida que su oposición al golpe!

La desvergüenza de su yerno Urdangarín saqueando dinero público y privado a la sombra de la monarquía nos da cuenta de la catadura moral del personaje, pero también, y sobre todo, de la ignorancia de su mujer al olvidarse qué representa una monarquía en una democracia y en qué legitimidad se sustenta.

Olvidó la infanta que la monarquía es una institución mágica, simbólica, restaurada y sustentada en la pura tradición. Por sí misma es una aberración democrática: justificar su poder y el derecho de sucesión en la sangre es contrario a los más elementales principios de la democracia. Nadie en su sano juicio puede hacerlo, pero muchos pueden alegar su restauración en nombre de una continuidad histórica de la nación, del alma de un pueblo, como árbitro por encima de las disputas ideológicas de los auténticos agentes de la democracia: los representantes del pueblo. En España tenía sentido y dio sus frutos. Pero a condición de que representara el ideal de la patria, el símbolo de la honestidad, la justicia, la defensa y el progreso de la nación. En una palabra, el baluarte y espejo donde el ciudadano pudiera mirarse y sentirse seguro.

Para estos menesteres el Rey y, debajo del Rey, todos los miembros de la familia real habían de tener una conducta intachable. Su legitimidad en democracia ya no dependía de la divinidad, ni de los feudos, ni de la sangre, ni siquiera de la tradición, sino de la que le otorgaban las instituciones democráticas. La monarquía ya no tiene legitimidad por ella misma, sino por quién se la otorga, que es la voluntad general.

La infanta Cristina ha olvidado –quizás nunca lo supo– los deberes debidos a la situación de privilegios que los ciudadanos españoles le dábamos permitiéndole que su sangre fuera hereditaria. Y se tomó los privilegios de sangre por privilegios a secas. Un grave error, una calamidad para la institución que representa.

Ante una situación así, los hombre egregios, los aristócratas, los reyes han de parecerse a su leyenda: han de demostrar grandeza e integridad. En este caso, han de sacrificarse, no pueden escurrir el bulto, simular ignorancia o cobijarse bajo el paraguas de la institución, de políticos, fiscales o jueces afines, como lo haría cualquier ciudadano sorprendido en alguna fechoría.

Si en España hay alguien que debe derramar su sangre antes que nadie por la patria ha de ser el Rey. Su padre lo hizo, abdicó por la corona. Tuvo grandeza y generosidad. Su nieta debería dejar de escurrir el bulto, declarar en sede judicial por ella misma, decir la verdad, pedir perdón y renunciar a su condición de infanta. No ha de ocultarse tras trucos filibusteros. Nos debe ejemplaridad a los españoles honestos en un momento de profunda crisis moral. Y si no lo hace, que sea el Rey quien la despoje de su condición de infanta. Como padre, que la quiera y la llore, pero despojada del privilegio institucional que sólo los españoles tenemos el derecho de otorgar.

Los que somos republicanos por razón cada día tenemos más razones de corazón para exigir la llegada de la III República española.

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