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Antonio Robles

Voto obligatorio y escaño vacío

Hay que plantearse en serio regular el voto obligatorio y la representación del escaño vacío.

La escasa participación en las últimas elecciones europeas y el populismo creciente en muchas de las propuestas presentadas aconsejan revisar los mecanismos democráticos que distorsionan la representatividad. Quizás uno de los más graves sea la incapacidad del sistema para implicar a todos. Me refiero a la renuncia de una gran parte de la población a participar en la elección de sus gobernantes. No es problema menor.

Quienes se instalan en el poder suelen copar también los instrumentos mediáticos para conservarlo. Se da la paradoja de que, a la larga, aquellos partidos que se han consolidado consolidan también la masa de votantes que garantizan su dominio. El círculo se cierra al desentenderse los más desencantados. La política se convierte así en un coto privado de quienes viven de ella o están implicados en la ideología de sus gestores. Por ejemplo, en Cataluña hay una gran distorsión entre el conjunto de los ciudadanos y sus representantes. En su parlamento casi el cien por cien tiene apellidos catalanes, mientras en la sociedad catalana el primer apellido de origen catalán ocupa el número veinte. Antes están los García, los Martínez, los Gómez, etc., aunque ninguno de estos forma parte de sus señorías. O dicho de otro modo, los que se ocupan y se preocupan de gestionar el poder no representan homogéneamente a su población sino a la población que vota; y vota aquella que está movilizada, y está movilizada quien comparte su ideología o vive de ella. El ejemplo de las europeas en Cataluña es rotundo: la suma de ERC, CiU, ICE-EUiA representa sólo el 26,3 % del censo electoral, pero se otorgan la representación de Cataluña. Si nos atenemos al Parlament, los actuales 87 diputados nacionalistas (ERC, CiU, ICE-EUiA más CUP) representan el 38,80% del censo, pero su poder parlamentario sube al 64,44%. Nada nuevo, la hegemonía política de los 23 años del pujolismo se alzó sobre una media del 26% del censo electoral. O dicho de otro modo, el 74% de la sociedad catalana no existió para el nacionalista. Esta es la consecuencia de la movilización del electorado nacionalista frente a la pasividad de una mayoría social que no es nacionalista o no lo es en su mayoría. En el resto de Europa, sobre todo en Francia, esa circunstancia ha hecho posible el ascenso de grupos de extremo nacionalismo o ultraderecha. En España hemos asistido durante 30 años al reparto del poder entre bipartidistas y allegados (los nacionalistas).

El problema se acentúa allí donde la intoxicación mediática dirigida por una élite social da voz a unos y ensombrece la del resto, excita a unos y desmoviliza a otros. Es el caso de Cataluña, donde un control enfermizo del discurso social nacionalista engrasado con el presupuesto público ha logrado llevar a las urnas a los independentistas y a desmovilizar al resto. La presión del grupo dominante, que en este caso es de la verdad mediática impuesta, tiende a reducir la responsabilidad del individuo con su sociedad y a justificar su pasividad. Buenos ciudadanos a menudo ignoran la importancia de su participación y se desentienden de votar, como si tal cosa no fuera con ellos o tuvieran justificación porque hacerlo sería dar cobertura a unos representantes indignos de ella. Sin proponérselo, en realidad están dejando que quienes han manejado su descontento sigan haciéndolo, porque sólo ellos, los del discurso dominante, votan.

Ante ello hay que plantearse en serio regular el voto obligatorio y la representación del escaño vacío. Puede parecer una intromisión en la libertad de voto, pero si reparamos en costos y beneficios democráticos enseguida nos daremos cuenta de que la obligatoriedad de pagar impuestos o abrocharse el cinturón de seguridad, como acertadamente compara Arcadi Espada, no reduce la libertad democrática, sino que la afianza. El defraudador de hacienda o el que aumenta el gasto sanitario por tener un accidente sin llevar el cinturón graba el gasto de todos. Si es así, el conjunto tiene derecho a pedir responsabilidades, entre otras, exigir que pague a hacienda, se ponga el cinturón o vote.

El deber de votar no le obliga a hacerlo por una opción determinada, ni le grava económicamente, incluso hacerlo en blanco puede servir para mostrar su descontento; y si se regulase el poder de este voto, bien podría obtener representación parlamentaria en forma simbólica: los diputados logrados por el número de votos en blanco podrían convertirse en escaños vacíos en el Parlamento. Nadie los ocuparía, sólo el vacío blanco del escaño, distinto y distinguible para que de forma simbólica los diputados electos y los electores tuvieran constancia de los millones de ciudadanos que no se sienten representados. No sería mucho, pero sí suficiente para que el dinero mensual ahorrado sirviera para hacer pedagogía democrática y justificar las razones de por qué la obligación de votar, además de un derecho y un deber, nos haría a todos responsables.

En España

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