
Pese a los denodados esfuerzos del establishmenten pleno para tratar de impedirlo, lo más probable a estas horas es que el inminente sucesor de Pedro Sánchez en la Secretaría General del PSOE se llame Pedro Sánchez. Crónica de una victoria anunciada, la suya, que deberá mucho más a la burda torpeza con que se ha desenvuelto la señora Díaz Pacheco desde el instante mismo en que se consumó la asonada que lo depuso que a sus propios méritos personales. Torpeza suma a la que tampoco han sido ajenos los entornos conservadores que, queriendo catapultar a Díaz, han acabado por convertir a un simple oportunista, que no otra cosa ha acreditado ser Pedro Sánchez, en un héroe de la izquierda disidente frente a la ortodoxia que dictan Berlín y Bruselas. Y por si eso aún fuera poco, el Deseado cuenta con la suerte inmensa de haber nacido en un país amnésico, España sin ir más lejos. Así, cuantos ahora mismo lo toman por la viva reencarnación de un temible híbrido entre el doctor Negrín y Largo Caballero, ya han olvidado que, hace apenas un cuarto de hora, su pretendido revolucionario iconoclasta suscribió un pacto de gobierno con Ciudadanos que estaba incluso a la derecha del Partido Popular.
Cuando aquel entonces, el ahora rojísimo Sánchez resultó ser el mismo corderito obediente e inofensivo que se comprometió al solemne modo, luz y cámaras de televisión incluidas, a mutilar el presupuesto en 5.000 millones, tal como ha exigido Bruselas, amén de cumplir religiosamente con los plazos fijados para la reducción del déficit. Huelga decirlo, le faltó tiempo para estampar su firma en el compromiso escrito de no subir ni un céntimo los impuestos a las rentas altas. Ni un céntimo. Y es que cuesta trabajo no concluir que el siempre ecléctico Sánchez habría estado dispuesto a firmar cualquier cosa, incluida la autoría del atentado contra el general Prim en la Calle del Turco, con tal de dar curso a la vana ambición personal de ocupar durante una temporada el sillón del gran inquisidor en La Moncloa. Por lo demás, izquierda y derecha, los dos ejes de coordenadas cartesianas que durante un siglo sirvieron para descifrar la lógica de los enfrentamientos entre las distintas facciones que han convivido en el seno del socialismo español, resultan hoy inservibles a efectos de comprender el fondo de la querella entre Sánchez y Díaz (el esforzado López nada cuenta).
Bien al contrario, la proyección sobre un mapa de la Península Ibérica de los apoyos espaciales del uno y la otra muestra con claridad meridiana que la genuina divisoria se establece entre la España pobre, esos territorios meridionales que avalan a Díaz, y la España rica, la del norte, el este y las grandes ciudades, Madrid incluida, que se han alineado tras Sánchez. En el fondo, nada raro. A fin de cuentas, y contra lo que parecería indicar la intuición, la España pobre ha sufrido mucho menos los embates de la crisis que la otra. No se olvide que, en medio del colapso general de los salarios y el azote del paro en las regiones urbanas e industrializadas del norte, las pensiones, principal fuente de rentas de los territorios agrarios y envejecidos de la mitad sur del país, no han bajado durante todos estos años. No por casualidad, el PSOE continúa aguantando el tipo en la mitad sur de la Península, mientras que se ha desmoronado literalmente en todo el norte. Nadie se engañe, para nada asistimos a una batalla de la izquierda del PSOE contra los moderados posibilistas, como en los tiempos de Besteiro y Largo Caballero. Lo de ahora, aunque no lo parezca, es un conflicto que enfrenta a la España pobre, que ansía que nada cambie, contra la rica, la que sueña con el retorno del Deseado.