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Antonio Robles

"Las calles siempre serán nuestras"

Están haciendo más por la recuperación de la hegemonía moral y cultural de la democracia española que el Gobierno de la nación.

Este es el último grito de autoafirmación supremacista con el que los comités catalanistas de defensa de la república (CDR) delimitan el territorio libre del estado opresor. Els carrers sempre serán nostres, berrea el catalanismo dejando su eco amarillo por todas partes.

Los animales orinan para marcar el territorio, los nacionalistas lo hacen con lazos amarillos, esteladas y cualquier otro símbolo que reafirme el espíritu del pueblo (Volksgeist) catalanista.

La descripción no es un recurso literario, sino la máquina más eficaz de xenofobia separatista para imponer una falsa unanimidad estética como paso previo a una normalidad política igual de falsa. Buscan legitimar, normalizar un fraude, que sus tesis nacionalistas no tengan contestación alguna. En los pueblos del interior es literal.

Es en esa atmósfera viciada donde el disidente recula, se excluye y acaba viviendo acobardado. El espacio público se vuelve hostil, las relaciones sumisas, y poco a poco aprendes a callar y consentir, a veces a colaborar con el maltratador, el último peldaño de la alienación. Y entonces te quieres marchar, como tantos policías nacionales o mozos de escuadra, que se sienten acosados y viven estresados, rechazados en un estado de permanente ansiedad. La revolución de las sonrisas.

Aparentemente puede parecer un juego inocuo, inofensivo, un recurso legítimo de la libertad de expresión, pero en realidad es la expresión hostil de quienes se creen propietarios de una nación secuestrada por un Estado opresor al que hay que expulsar de sus calles, de sus pueblos, de sus montes.

Se habla de guerra química como expresión de guerra sucia. La contaminación ambiental de miles de lazos amarillos, esteladas, pasos de peatones pintados, alteración de señalizaciones viarias y pancartas con el mantra, Llibertat presos polítics, hacen la misma función mental. Lo infectan todo de hostilidad y exclusión. Aceptarlo es aceptar la condición de colonos. No parece violencia, pero su hostilidad es evidente. Sobre todo, si te atreves a contradecir su hegemonía moral amarilla arrancando sus deposiciones.

Nadie parece darse cuenta de este calvario, ni siquiera la prensa toma el caso con la seriedad debida. Todo lo más, se remite a la actitud pintoresca de algunos vecinos a los que les ha dado por salir por la noche a limpiar sus pueblos de plásticos contaminantes.

Hasta aquí es anécdota conocida, un chascarrillo de los medios para adornar la insoportable pesadez del procés. Pero no es un chascarrillo, ni una anécdota, es la metáfora épica de una sociedad amedrentada que se levanta contra el abuso del que su Gobierno es incapaz de librarle. Gente corriente, amas de casa, jóvenes y mayores, todos anónimos, dispuestos a defender la ciudadanía con sus propias manos. En realidad, son quienes defienden la separación de poderes, quienes denuncian la prevaricación, la malversación de fondos públicos, las desobediencias judiciales… son el Estado ausente, y nos devuelven la patria de todos. Con el simple gesto de quitar un lazo o descolgar una estelada de un consistorio.

Todo empezó con la explosión de libertad del 8 y el 29 de octubre. Dos manifestaciones constitucionalistas que sacaron a la calle a cientos de miles de ciudadanos anónimos que hasta la fecha no se habían atrevido a portar una bandera española ni a mostrar su sentimiento español.

Muchos ya no se volvieron a casa, y unos pocos, además, se organizaron en brigadas de limpieza dispuestos a limpiar sus pueblos de contaminación nacionalista. Desde entonces no han hecho más que aumentar. Salen de noche, cubren sus rostros, sufren insultos, desprecios y agresiones; la policía municipal y los mozos de escuadra no siempre les protegen y en algunas ocasiones les intimidan. Pero siguen, ya no son una anécdota, están recuperando espacios, pueblos, y su descaro, creando escuela. Algunos van a cara descubierta. El miedo ya no guarda la viña.

Ellos están haciendo más por la recuperación de la hegemonía moral y cultural de la democracia española que el Gobierno de la nación. Verles organizarse sin ayuda de ningún tipo, perderse en la noche de los pueblos más inhóspitos de Tractoria, te encoge el corazón y te emociona. "¡Las calles son de todos!", gritan mientras se adentran en la noche para devolvernos la luz.

Parece que en este maldito Reino de Taifas sólo sabemos recuperar la autoestima nacional ciudadanos descamisados abandonados a su suerte en momentos épicos.

PS. ¡Qué buen vasallo si hubiere buen señor! En reconocimiento de todas las brigadas de limpieza y civismo.

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