Desde el neoliberal Juan Luis Cebrián hasta el sufrido estoico Javier Nart, quien va a seguir arrostrando la muy pesada carga de usufructuar un escaño en el Parlamento Europeo pese a discrepar en casi todo con quien le procuró tal penitencia, la lista de los habituales del establishment político-mediático que han pasado, y sin solución de continuidad, de tratar a Albert Rivera con mimitos, caricias y carantoñas a poco menos que reclamar su cabeza inserta en una pica ya es más larga a estas horas que las colas en la taquilla del Bernabéu el día que juega el Barça. Al punto de que en uno de los dos principales periódicos nacionales se acaba de publicar una sesuda sábana firmada por cierta señora de la London School of Economics donde se asegura que Rivera es lo mismo que Orbán, ¡Orbán!, el presidente húngaro que desquicia a diario a todas las cancillerías de la Unión Europea. Así, en este repentino pim pam pum contra el príncipe destronado se están sacando del baúl de la Piquer todos los topicazos manidos que ya eran viejos cuando se usaron contra Adolfo Suárez, primero, y contra Felipe González, después, allá en la era dorada del turnismo.
Topicazos herrumbrosos como aquella célebre cantinela periodística, la del síndrome de la Moncloa, cháchara reciclada ahora a toda prisa (y a toda Prisa también) a fin de colgarle a Rivera el sambenito psicológico precocinado, ese de los consabidos desvaríos asociados al aislamiento y la soledad. Un pim pam pum indiscriminado en el que los camisas viejas de Ciudadanos, entusiasta vanguardia de la ofensiva aliada, retratan a Rivera como un adolescente caprichoso por, entre otros pecados de inmadurez política, no haber premiado con un sillón en Bruselas a Teresa Giménez Barbat. La misma señora Barbat que rompió en su día el carnet de Ciudadanos para presentarse a las elecciones encabezando las listas de otro partido competidor. ¿Alguien esperaría de Sánchez, Casado o Iglesias que hubiesen procedido de modo distinto al de Rivera ante un supuesto similar? Max Weber, que se tuvo que ganar el pan durante años como columnista de prensa antes de conseguir su cátedra de Sociología, nos dejó escrito que el periodista comparte con el artista y el intelectual el destino de escapar a toda clasificación social precisa.
El intelectual que ejerce de periodista o el periodista que se quiere intelectual pertenece, decía Weber, a una especie de casta paria que la sociedad juzga de acuerdo con el comportamiento de sus miembros moralmente peores. Está en un libro suyo que se titula El político y el científico. Ciudadanos es el partido más moderno con diferencia entre todos los que integran el arco parlamentario. Una modernidad, esa específicamente suya que los airados críticos de última hora no semejan capaces de entender, que se manifiesta en el uso tan científico que los de Rivera hacen de las técnicas estadísticas multivariantes aplicadas al marketing político. Porque en la praxis política de Rivera hay de todo menos romanticismo y decisiones estratégicas impulsadas por estados emocionales subjetivos. Rivera no dio un súbito volantazo a la derecha durante la campaña electoral por una corazonada o por haber descubierto de repente alguna íntima convicción conservadora hasta entonces ignota. No es un escritor de periódicos impulsivo a la caza y captura de frases ingeniosas y metáforas brillantes. Es un profesional de la cosa pública que se guía por métodos cuantitativos. Y esos métodos cuantitativos le dijeron entonces que había una fuga de votantes hacia Vox que solo se podría frenar virando a diestra. Como así fue, por cierto. Y lo que esos métodos cuantitativos le están diciendo ahora es que el grueso de su novísima clientela electoral no quiere un pacto de gobierno con la socialdemocracia. Él se limita a obrar en consecuencia. Es tan simple como eso. Dicho todo lo cual, yo creo que Rivera se equivoca, que tendría que entrar en el Gobierno por el bien del Estado, y que sus críticos, pese a todo, tienen razón.