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José García Domínguez

Nación, democracia y autodeterminación

La enfermedad infantil de nuestros poscomunistas tan nostálgicos de aquellos 'grises' que nunca conocieron es lo que Ruiz Soroa llama "esencialismo democrático".

La enfermedad infantil de nuestros poscomunistas tan nostálgicos de aquellos 'grises' que nunca conocieron es lo que Ruiz Soroa llama "esencialismo democrático".
Pablo Iglesias y Ada Colau, en un mitin | EFE

Si esos chicos de Podemos cuyo sueño más húmedo habría sido poder correr alguna vez delante de los grises hubiesen leído un poco a aquel sabio comunista e inglés, Eric Hobsbawm, en lugar de tantas novelitas policiacas del también difunto Vázquez Montalbán, seguro que se dejarían impresionar mucho menos por los nanonacionalistas de surtido pelaje, empezando por los escoceses y siguiendo por los catalanes. Pero no nos cayó esa breva. Nanonacionalistas, los escoceses, que ya vuelven a andar en estado de celo estos días. Y eso que aún no ha pasado ni un cuarto de hora desde que perdieran el referéndum. Un dato empírico, el de la ubicua incontinencia sufragista de los separatistas, a tener en cuenta por todos los ingenuos, tanto los de allí como los de aquí, que se creyeron a aquel engolado tonto con balcones a la calle, Cameron, cuando aseguró muy convencido que tendrían que pasar un mínimo de treinta años hasta la convocatoria de una segunda consulta sobre la independencia. Y es que para ese tipo de gente, e igual los suyos que los nuestros, el único referéndum que valdría sería el que ganasen. El único. A partir de ese instante, no se volvería a votar nunca más sobre las cosas de comer. Por los siglos de los siglos, jamás. Pensar que los separatistas todos, los de aquí y los de allí, van a respetar alguna vez las normas es de una ingenuidad cósmica solo concebible en esa generación, la de la progresía narcisista y lloricona de ahora que creció viendo Barrio Sésamo.

La enfermedad infantil de nuestros poscomunistas tan nostálgicos de aquellos grises que nunca conocieron es lo que Ruiz Soroa llama "esencialismo democrático". He ahí lo que ha llevado a tantos mesetarios que se creen no solo de izquierdas, sino de la izquierda moralmente impoluta e inasequible a los cantos de sirena del capital, a compartir el fondo y la forma del proyecto secesionista alumbrado en origen por la carcundia indigenista catalana de raíz rural. Enfermedad infantil, sí, porque nada hay más infantil en política que fiar la legitimidad última de cualquier propuesta programática, por ejemplo la autodeterminación de una parte del territorio, al aval pretendidamente indiscutible del voto popular. Cuando el único vicepresidente varón del inminente Gobierno de España defiende el derecho a la autodeterminación de Cataluña lo hace no porque la considere una colonia ocupada, sino por ese pueril esencialismo tan propio de los de su quinta. Y es que para los chicos con mala conciencia nacional de Podemos, su país, España mal que les pese, tiene la fuerza, pero los catalanes (los catalanes auténticos, no la charnegada alienada y refractaria a la integración) poseen la razón.

Así, excluido de la ecuación el argumento del monopolio de la fuerza que define a todo Estado, sería el pueblo y solo el pueblo el único autorizado a decidir sobre el final encaje o desencaje de Cataluña en España, barruntan ellos. Pues nuestros adánicos y juveniles fundamentalistas creen, contra toda lógica, que el método democrático puede ofrecer por sí mismo una respuesta indiscutible a la pregunta de quién decide y quién no. Porque ya sabemos que la voluntad del pueblo es sagrada. Vale, sí, es sagrada. Pero ¿quién forma parte del pueblo y quién no? Un separatista catalán nos dirá, naturalmente, que el único pueblo que puede decidir es el pueblo catalán. Pero eso lo dice en su condición exclusiva de separatista catalán, no de demócrata. Porque un ciudadano del resto de España puede argumentar, y con la misma razón, exactamente la misma, que el pueblo llamado a decidir es el formado por la totalidad de los moradores de la nación. Y, llegados a ese callejón sin salida, el método democrático, tan sacralizado por nuestros tardoadolescentes, no es capaz de sacarnos de dudas. Simplemente, no sirve para resolver esa disputa estableciendo algún criterio de decisión objetivo. Lo grave del vicepresidente no es que more con su señora en un casoplón algo hortera de las afueras, eso que tanto le critican los de la derecha. Lo en verdad grave es que vive alojado en una aporía.

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