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Luis Herrero Goldáraz

Un descanso de españolidad

Desde que estoy en el encierro, me siento más en casa que nunca. Ya no tengo que sentirme obligado a estar todo el día enlazando planes en la calle.

He llegado a la conclusión de que no soy español. De alguna manera he superado el atavismo cultural y me he unido a esa etnia de la globalización que podría definirse como el Homo sedentarius. Llevo un mes sin salir de casa y he descubierto, sin demasiada sorpresa, que mi vida no ha cambiado nada en lo fundamental. Más allá de mis intereses y de mi actividad profesional, nada me distingue temperamentalmente de los informáticos y los gamers, que como todo el mundo sabe constituyen el grupo de bienaventurados que heredarán la tierra.

Decía que no soy español porque no he echado demasiado de menos el aire en los pulmones y las cañitas al sol. No hablo de los abrazos y las carantoñas porque no recuerdo haber quedado en mi vida con ningún grupo de personas para hacer ese tipo de cosas. De todas formas, creo que existe una exageración en todo eso del carácter latino. Aquí, si la gente pasa más tiempo en la calle es porque hay más sol. El sol es fundamental para descubrir el verdadero carácter de una persona. Yo pasé tres meses soleados en Londres y fui más inglés que el mayordomo de Lord Darlington. Todos los días miraba desde mi ventana a aquellas hordas de guiris autóctonas, todas rollizas y pálidas y sonrientes, caminando como al trote por las aceras, y no podía reprimir una extraña reacción de pesadumbre. Las censuraba con un ligero movimiento de cabeza y regresaba a mis asuntos: no sé, revisar concienzudamente mis cuentas bancarias o quejarme entre murmullos de la relajación de las costumbres en esa antigua tierra del Imperio.

Aquí, desde que estoy en el encierro, me siento más en casa que nunca. Ya no tengo que sentirme obligado a estar todo el día enlazando planes en la calle; ni fingir esforzadamente que soy una persona alegre y sociable. Ser español es una exigencia demasiado gravosa. Uno tiene que estar demostrándolo todo el rato. Parece como que al nacer, además de incluirte en un bando desde el que criminalizar a la otra mitad de conciudadanos, te colocaran también una bandera bastante más pesada y de difícil negación. Al fin y al cabo, si uno reniega de una de las dos Españas, la otra siempre puede recibirle encantada; pero si lo hace de la sana costumbre latina de disfrutar de la vida, automáticamente, se colocará en su contra a la totalidad de los españoles y, si me apuras, al resto de pueblos mediterráneos también.

Pese a todo, ni siquiera en este estado de excepción me he visto completamente liberado de mis obligaciones patrióticas. Es la cara negativa de la globalización. Ahora todo el mundo vive conectado a la redes y no para de publicar imágenes con mensajes que oscilan entre la llamada a rebato para combatir al enemigo invisible y la mirada nostálgica del chiringo y la Mahou. Como temo que en algún futuro halagüeño la gente, además de regresar a sus sanas costumbres, comience a pasar revista de españolidad, he empezado a fingir estados de ánimo que no tengo. A veces interrumpo mi descanso y publico en Twitter algún mensaje cargado de añoranza. Ya he subido un par de fotografías con puestas de sol en la playa y terrazas a rebosar. Las acompaño con mensajes tipo: "Volveremos más fuertes" o "Nada puede detener nuestras ganas de estar juntos". Espero que así, al menos, nadie dude en un futuro de mi profundo sentimiento nacional.

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