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Luis Herrero Goldáraz

Un bautismo de valor

La verdad es ofensiva únicamente cuando no estamos dispuestos a creerla. Y la capacidad de ofender, como decía mi abuela, no le pertenece a quien quiere, sino a quien puede.

En Sevilla, hace más de cien años, una mañana apareció un hombre ahorcado en la tapia del Convento de Santa Clara. Los niños que solían reunirse para jugar a lo largo de la calle del Hombre de Piedra lo vieron ahí, petrificado y con la lengua fuera, tal vez con las ropas ondulantes y las piernas rígidas, así que cuando al día siguiente apareció pintada en el mismo lugar una cruz de almagra, el paso callejero terminó de convertirse en un lugar siniestro. Nadie se atrevía a caminar por allí solo, mucho menos a la caída del sol, como si el hecho de atravesar la ciudad en ese punto se hubiese convertido de la noche a la mañana en un desafío a los espíritus. Así se sugestionaban los niños y así se inició la leyenda de uno de ellos, Juan Belmonte, que con los puños apretados y la mirada fija en un punto se hartó de vivir a merced de su imaginación y avanzó dispuesto a plantarle cara a los peligros que en ella se multiplicaban. Los más difíciles de superar, como sabemos todos. Y quién sabe si los únicos. Él mismo reconoció después, en la cima de su éxito y tras años de bailar con la muerte esa danza de sangre y tierra a la que llamamos lidia, que aquel fue el momento de más orgullo de su vida. Un bautismo de valor.  

La biografía de Belmonte, el matador de toros, arranca de una forma parecida con un niño asomándose nervioso por el quicio de su puerta y contemplando los peligros del mundo concentrados en su calle. Sin haber puesto un pie en la calzada, ya anticipaba los posibles reveses que le podía deparar el simple camino de su casa a cualquier sitio. Su vida era un mirar al terror a los ojos desde pequeño, quizás por eso conocía bien que el miedo es un espejo que suele reflejar el rostro de quien lo siente. Y que ningún peligro real deja de existir porque lo ignores. Antes bien se hace más grande, ya que sólo clavando la mirada uno puede descubrir sus verdaderas dimensiones.

Hace unos días me saltó en la pantalla del ordenador un breve anuncio bienintencionado. Se dirigía a mí de forma directa y me reprendía cariñosamente, recordándome que no está bien abajar a las personas utilizando sus posibles traumas contra ellas. La cosa era algo así como una breve palmadita en la nuca. Un no hagas eso, que la gente sufre si la llamas gorda, o fea, o ignorante, o simplemente diferente. Terminaba con un eslogan, no recuerdo exactamente cuál, que podría resumirse en una frase parecida a “Por conquistar un espacio seguro”, o algo de ese estilo. Las palabras que lo conformaban, en inglés, se enroscaban dentro del dibujo de una cabeza, como dando a entender que el espacio seguro al que se referían habita dentro de nuestro cerebro; y de esa forma comprendí que el hombre jamás dejará de sentir miedo, ni aunque ponga todo su empeño y su intelecto en construir burbujas de seguridad. 

Dándole vueltas al anuncio, me vino a la cabeza la biografía de Belmonte y la escena del ahorcado, por cuanto significa. Pensé en las diferentes épocas y en el motivo que pudo llevar al primer hombre a colocarse delante de un toro bravo sin más armas que una capa y una espada; y llegué a la conclusión precipitada de que hace falta convivir con el peligro para aprender a lidiar con él. Que los espacios seguros se conquistan a través del valor, esa palabra que usamos no para definir la ausencia de temor, sino la capacidad humana de sobreponerse a él. Y que nunca un espacio fue menos seguro que la cabeza de cualquier persona. Yo no digo que haya que ir por el mundo insultando y haciendo insufrible la existencia de los que nos rodean. Simplemente dudo de que dejar de hacerlo vaya a construir realmente un espacio donde sentirse a salvo, porque siempre encontraremos nuevas amenazas que perturben nuestro ilusorio bienestar. Para comprobarlo sólo hace falta ver cómo, aun viviendo en las sociedades más seguras de siempre, continuamos imaginando fantasmas que nos incitan a evadirnos en el caparazón tramposo de la irrealidad intelectual. Todavía no hemos aprendido esa valiosísima lección que llevó a Belmonte a atravesar la calle con la cruz de almagra y quien sabe si también al ruedo: que no hay mayor seguridad que saberse dueño de uno mismo, y que los reveses que pueden esperar a la vuelta de cualquier esquina no dejarán de avasallarnos de repente por que hayamos decidido que no está bien sentirse amenazado. Al final, la verdad es ofensiva únicamente cuando no estamos dispuestos a creerla. Y la capacidad de ofender, como decía mi abuela, no le pertenece a quien quiere, sino a quien puede.

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