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Santiago Navajas

Socialismo y esquizofrenia

Una vez más, el PSOE vuelve a desunir a los españoles en una tarea, defender el Estado de Derecho, que debería ser suprapartidista.

Una vez más, el PSOE vuelve a desunir a los españoles en una tarea, defender el Estado de Derecho, que debería ser suprapartidista.
Pedro Sánchez. | EFE

"Nuestros enemigos son pequeños gusanos. Los vi en Múnich". No me cabe duda de que el desprecio que sentía Hitler por el apaciguador Chamberlain es que el que sienten los nacionalistas por los que se arrodillan antes sus exigencias. Una vez más, el PSOE vuelve a desunir a los españoles en una tarea, defender el Estado de Derecho, que debería ser suprapartidista. Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero lideran las enfrentadas trincheras de los viejos socialistas ante los indultos. González y Guerra confiesan que ellos no los habrían dado a los golpistas (sin embargo, ambos se mostraban favorables al indulto total a Barrionuevo y Vera tras ser sentenciados por el secuestro de Marey). Zapatero y Almunia se basan en la concordia y en tender puentes con los criminales (afortunadamente, limitan su piedad a los sediciosos y no a los violadores y asesinos… por ahora). Sánchez iría más lejos todavía y aceptaría a Junqueras para una "mesa de negociación". Sin embargo, García Page se echa las manos a la cabeza, más ante el miedo al descalabro electoral que por una cuestión de principios. Ante el mayor desafío institucional a la democracia liberal, la monarquía constitucional y la nación española, los socialistas parecen una quinta columna esquizofrénica del independentismo catalanista en el núcleo del Gobierno.

España se reduce al PSOE bailando consigo mismo al son, eso sí, que marcan los nacionalistas. La hegemonía socialista y nacionalista es total en la esfera política. Ciudadanos nació precisamente para que se dejaran de usar los mantras de los Pujol y los Arzallus. Cambiar de conversación poniendo el foco en las víctimas del apartheid educativo y el exilio interior en los territorios dominados por los nacionalistas era la gran propuesta del partido de Albert Rivera para reconducir el Estado de las Autonomías hacia un federalismo simétrico exento de privilegios medievales y de coacciones colectivistas contra los derechos individuales.

Dada la hegemonía del PSOE en la constitución no sólo de las instituciones sino de la cosmovisión de los españoles, con la inestimable ayuda de esos intelectuales orgánicos que han sido El País y las televisiones públicas, sus contradicciones se han trasladado a la sociedad española, desgarrándola. Los socialistas de a pie se han visto violentados en sus convicciones, a veces positivamente –véase la defenestración de Karl Marx o la santificación de la OTAN–, en otras negativamente, siendo obligados a abjurar de la solidaridad entre todos los españoles para servir a los intereses de las castas extractivas nacionalistas.

La desafección de Cataluña no existe. A lo que nos enfrentamos es a una segregación étnica de los que tienen ocho apellidos nativos frente a los demás catalanes, a los que con la excusa de que son colonos tratan como ciudadanos de segunda fila: discriminados en el sistema educativo, humillados en los medios de comunicación públicos y condenados al ostracismo si osan levantar la voz. Pero no estaríamos en esta situación de desprecio a la Constitución, de destrucción del Estado de Derecho y de ataque a los símbolos nacionales, de la bandera al himno, pasando por el Jefe del Estado, si el PSOE no se hubiese convertido en la sucursal española del PSC. Aunque justo es reconocer que es la propia estructura del Estado de las Autonomías lo que ha empujado tanto a los socialistas como al PP, que se ha convertido en una confederación de derechas autónomas, a asimilarse al discurso y la mentalidad de los nacionalistas.

Hasta que no haya líderes en ambos partidos que puedan resistir dicho sesgo institucional y sean capaces de pensar más allá de los intereses electorales cortoplacistas, la esquizofrenia socialista nos seguirá arrastrando hacia algo peor que la destrucción: la rendición ante el abuso y el crimen.

Cuando una nación ha perdido tanto su carácter que no es capaz de ejercer el poder legítimo para enfrentar la barbarie es que no merece existir. Ante Hitler, finalmente los británicos demostraron de qué estaban hechos en la figura de Winston Churchill. Nosotros tenemos a alguien de su calibre, Felipe VI. ¡Qué gran jefe de Estado sería, si tuviera ciudadanos a su altura!

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