
Faltan tres semanas para que Alberto Núñez Feijóo sea elegido presidente del PP en el congreso extraordinario de Sevilla y comience la labor de reconstrucción de un partido que ha gobernado España durante quince años y que en las últimas semanas ha pasado por sus peores momentos desde su refundación, en aquel lejano abril de 1990, también en Sevilla, cuando Aznar se puso al frente del mismo.
Una de las grandes incógnitas que tendrá que despejar el nuevo líder del PP será el carácter de la relación que mantendrá con el partido que está a la derecha del suyo, es decir Vox, y si siente el rechazo hacia esta formación que Pablo Casado solemnizó en aquella mezquina intervención que tuvo contra él y contra Santiago Abascal en la moción de censura contra Sánchez.
A la fuerza ahorcan, y por eso en Castilla y León Alfonso Fernández Mañueco ha tenido que hacer en el último minuto lo que estaba claro desde la noche electoral: o pactaba con Vox o se repetían las elecciones, en las que el PP hubiese sufrido un enorme retroceso. La siguiente cita electoral –si Sánchez no adelanta las generales– será en Andalucía a finales de año. A día de hoy, las encuestas dicen lo que dicen: si quiere seguir al frente de la Junta, Moreno Bonilla tendrá que pactar con el partido de Abascal, al que se augura un magnífico resultado, con Macarena Olona como una muy buena candidata.
Es decir, Feijóo, González Pons y todos los que se incorporen al nuevo equipo del gallego podrán seguir diciendo que aspiran a crecer tanto que en su momento puedan gobernar en solitario. Eso, como mensaje estratégico, es de manual, pero la realidad es otra. El PP de Casado nunca aceptó que Vox era una fuerza política –la tercera a nivel nacional– que había llegado para quedarse. Sabiendo que una buena parte de sus votantes lo habían sido antes del PP y que no iban a volver, no sólo no supo gestionar esa realidad, sino que se dedicó a tratar con desdén a un socio que era necesario para gobernar en comunidades autónomas como Madrid o en ayuntamientos como el de la capital.
Es de esperar que el nuevo líder del PP no cometa el mismo error, porque el objetivo prioritario debe seguir siendo construir y fortalecer una alternativa que consiga en las urnas echar a Sánchez de la Moncloa, algo que cada vez es más necesario, por el bien de España. Todo lo demás tiene que quedar supeditado a ese logro. Y para alcanzarlo, hoy por hoy, y no parece que la cosa vaya a cambiar, necesitará de Vox. Las encuestas señalan una leve recuperación del PP después del bochornoso espectáculo dado por Casado-Egea, pero no pasa de los 90-100 escaños. Con ese resultado, o pacta con Vox o no llegará al Gobierno.
Porque la otra posibilidad, llegar a un acuerdo con el PSOE, es a día de hoy una quimera. Quien piense, en el PP o fuera del PP, que es posible un pacto con los socialistas mientras Sánchez sea su secretario general, o es un iluso o no se ha enterado de qué va la fiesta. El Sánchez de hoy es el mismo que hace más de dos años quiso pactar un Gobierno de coalición con los comunistas de Podemos y que no tuvo reparos en recabar el apoyo de los golpistas catalanes de ERC, los herederos políticos de ETA –Bildu– y los nacionalistas vascos del PNV. Ese es su proyecto, y con él irá hasta el final.
Es probable que Feijóo se encontrara más cómodo con una vuelta al bipartidismo clásico que ha gobernado España desde la Transición –hasta que Zapatero rompió ese espíritu– y prefiriera entenderse con un PSOE socialdemócrata que en estos momentos no existe. El PSOE está al servicio de una persona, Sánchez, y de su proyecto rupturista de la España constitucional.
Por ello, Feijóo no debe despistarse, no puede perder de vista que el adversario político no es Vox sino Sánchez, con sus nefastas políticas para España. No debe desperdiciar ni un minuto en descalificar al partido de Abascal, con el que está llamado a entenderse, como se ha visto en Castilla y León. Lo cual pasa por aceptar que Vox tiene en la actualidad una bolsa de votantes muy importante, en torno a los cinco millones, a los que ni se les puede insultar diciendo que son de extrema derecha ni se les puede ignorar.
