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José García Domínguez

La inmadura de Finlandia

La vida privada es algo que no existe desde los años 60 cuando Kennedy decidió convertir la suya en un producto más de consumo para las masas.

La vida privada es algo que no existe desde los años 60 cuando Kennedy decidió convertir la suya en un producto más de consumo para las masas.
La primera ministra finlandesa, Sanna Marin, en los vídeos filtrados | Iltalehti

Pese a todo ese raudal de muy lacrimógenas tonterías adolescentes que se andan publicando en la prensa a cuenta de la señora de Finlandia, la pregunta de si la máxima autoridad política de un país sometido a graves riesgos de seguridad nacional que acaba de solicitar su ingreso urgente en la OTAN, nación amenazada que al tiempo dispone de una inmensa frontera terrestre de más de 1.300 kilómetros con la belicista Federación Rusa de Vladímir Putin, posee derecho a andar haciendo el tonto en fiestas, como debiera resultar obvio para cualquier adulto con dos dedos de frente, solo admite una respuesta pertinente: no. No y punto. Por lo demás, lo sustancial aquí es el contexto geopolítico de Finlandia, no el género o la orientación sexual de quien presida Finlandia. ¿Cuántos centenares de agentes del nuevo KGB estarán operando ahora mismo dentro de Finlandia? Se admiten apuestas.

Y tan tramposo resulta el argumento que trata de tapar la boca a sus críticos apelando al anatema del machismo como recurrir a esa otra piadosa mentira, la que se aferra a la imaginaria sacralidad inviolable de la vida privada de los personajes públicos, un oxímoron en sí mismo. Tramposo, sí, porque la vida privada es algo que no existe desde los años 60 del siglo XX, cuando, por primera vez en la historia, el presidente norteamericano Kennedy decidió convertir la suya en un producto más de consumo para las masas. Desde entonces, y mucho ha llovido ya, la mitad de las planas de los periódicos se dedican a airear la vida privada de las personas públicas. ¿Cómo hablar en serio, pues, de vida privada en las páginas de un diario?

Cuando la inmediata posguerra, mi abuelo materno, honrado contrabandista de tabaco con Portugal y dueño de un ultramarinos en una pedanía sita en el partido judicial de Chantada, guardaba siempre un gran barril vacío y de madera en la cocina del negocio familiar. Allí dentro obligaba a sus clientes, paisanos de la comarca que acudían los días de feria a vender o comprar ganado, a dejar guardadas sus pistolas (en 1940 no existía Bizum para efectuar las transacciones) antes de acceder al comedor donde mi abuela les serviría el almuerzo. ¿Qué le hubiera costado a esa chica tan inmadura hacer lo mismo con los móviles de sus no menos inmaduros amigos?

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