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Luis Herrero Goldáraz

No todas las manadas son iguales

Los constitucionalistas catalanes contemplan hoy la reforma del delito de sedición como si sus derechos nunca hubiesen significado nada.

Los constitucionalistas catalanes contemplan hoy la reforma del delito de sedición como si sus derechos nunca hubiesen significado nada.
Los acusados del juicio del 1-O en el Tribunal Supremo. | EFE

Imaginemos que nos encontramos en Pamplona. Digamos, en Sanfermines. Supongamos que unos hombres se aprovechan del estado de embriaguez de una joven y, después de introducirla en un portal, abusan sexualmente de ella mientras la graban con sus teléfonos móviles. Todos reconocemos este escenario, por supuesto. Hemos seguido el caso en los medios y hemos discutido sobre la sentencia que llegó después, con las respectivas reformas legislativas que propició. Así que dejemos de recordar e imaginemos cosas verdaderamente disparatadas.

Inventémonos que estamos en otra realidad. Y que en esa realidad alternativa esos hombres no se quedaron ahí, sino que secuestraron a la muchacha y la mantuvieron retenida durante un tiempo indefinido. Digamos que, en mitad de la negociación con la policía, que exigía que liberasen a la cautiva, se presentaron a la opinión pública como hombres perfectamente legitimados y soltaron cosas, yo qué sé, como que eran "seres humanos cargados de derechos inalienables". Digamos también que no sólo se presentaron así, sino que llegaron a reivindicar su posición de víctimas. Por un lado, de las mujeres, que llevaban aprovechando su sexualidad para mantenerlos sometidos a sus impulsos desde, por lo menos, 1714. Por otro, del Estado, que quería castigarlos injustamente por pretender ejercer su libertad como les apeteciese. Digamos que en un exabrupto repentino aseguraron que no se arrepentían de nada y que "lo volverían a hacer". Digamos incluso que su propia comunidad de vecinos, y gran parte de su barrio, salió a defenderlos acto seguido, ya que consideraba que siempre habían sido buenos chicos. Que no había que juzgarlos sin ponerse antes en su piel y que, al fin y al cabo, ellos no dejaban de estar en una posición tan perjudicada como la de ella. En estas cosas ambiguas de la moral, ya se sabe, nunca se puede asegurar con rotundidad qué punto de vista tiene más razón que otro.

Sigamos inventando. Digamos que, por cosas de la vida, se encontraron de pronto en una posición de fuerza. Que, según la propaganda del Gobierno de entonces, necesitado del apoyo de ese vecindario enardecido, todo el tiempo que habían estado negociando al otro lado de la puerta no lo habían empleado en secuestrar a más mujeres, por lo menos. Y que, gracias a eso —y a otras cosas, por supuesto—, sus exigencias se fueron viendo cada vez con más opciones de ser satisfechas. Digamos que esas exigencias, por ejemplo, pasaban por "homologar el delito de abuso sexual" al del inexistente código penal europeo. Digamos que en la redacción de la nueva ley impusieron que a los abusos se los llamase, yo qué sé, "desórdenes lascivos agravados", y que las penas por llevarlos a cabo fueran irrisorias. Digamos que, por caprichos parlamentarios y mercadeos políticos, esa reforma se llevó a cabo, permitiendo a partir de entonces que todos los abusadores pudiesen forzar a cualquier mujer y salir prácticamente impunes. Digamos, sólo por ver el mundo arder, que el Gobierno que concedió a esos hombres todo lo que habían pedido era de derechas.

Antes de dejar de imaginar y comenzar a insultarme por haberme atrevido a escribir una comparación tan vomitiva, pensemos que en mi símil la mujer, así en genérico, es la imagen de todos los españoles, por supuesto, pero la muchacha secuestrada son los constitucionalistas catalanes que contemplan hoy la reforma del delito de sedición como si sus derechos nunca hubiesen significado nada.

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