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Marcel Gascón Barberá

Conservadores rumanos contra el "Gran Hermano progre"

Los conflictos entre la libertad individual y las obligaciones y los límites del Estado deberían ser de un gran interés político y ético.

Los servicios de protección de la infancia, especialmente de los países nórdicos, ocupan un lugar destacado en la lista de enemigos de conservadores (o ultraconservadores, según desde dónde se mire) religiosos y libertarios. Para ejemplificar el grado de opresión que se ha alcanzado en la Europa políticamente correcta y socialdemócrata, mucha gente adscrita a estas corrientes políticas cuenta la historia más o menos apócrifa del padre al que los funcionarios suecos o noruegos le han quitado la custodia de los hijos por haberles dado un cachete o estar ofreciéndoles la educación tradicional más severa que ha quedado desterrada de los colegios.

En el molde de esta historia arquetípica encaja el relato de varios casos concretos de inmigrantes rumanos que denuncian haber sido víctimas de este abuso en sus países de acogida del norte de Europa. Está, por ejemplo, la familia evangélica Bodnariu, a la que las autoridades noruegas retiraron la custodia de sus hijas bajo la acusación de adoctrinamiento y radicalismo cristiano.

O Camelia Jalaskoski, de soltera Smicala, una madre rumana que perdió la custodia de sus hijos en favor de su exmarido por decisión de las autoridades de Finlandia. No he logrado saber si Smicala había iniciado la cruzada antes de perder la custodia de sus hijos o si ha abrazado la causa antiglobalista para darle una legitimación patriótica a la batalla por la custodia. Pero, sea como fuere, esta doctora nacida en Rumanía se ha convertido en una de las banderas del nacionalismo reaccionario rumano, que presenta su caso como otra prueba de la perversidad del orden mundial que se consolida.

El último de estos casos, que sigue estando de actualidad, es el de la familia Furdui. De fuertes convicciones pentecostales, los Furdui viven en Walsrode y han visto como el Jugendamt, el servicio alemán de protección de la infancia, le quitaba la custodia de sus hijos por razones que no quedan claras en las informaciones que se publican sobre el caso. Igual que en las situaciones anteriores, sobre el affaire Furdui escriben, por lo general, publicaciones muy conservadoras que utilizan el caso como munición contra el establishment del que se ven víctimas, lo que hace difícil hacerse una idea rigurosa de los hechos.

No es el único perjuicio de un silencio de los medios de referencia que hurta también al lector acceso a una realidad relevante desde varios puntos de vista. En primer lugar, estos conflictos entre la libertad religiosa y los derechos de la infancia, y entre la libertad individual y las obligaciones y los límites del Estado, deberían ser de un gran interés político y ético. Está también la magnitud de la movilización por las familias presuntamente agraviadas, que es, además, transnacional y revela la pujanza de movimientos ideológicos que a veces pretendemos que no existen.

Hace unas semanas en Berlín, unas diez mil personas, sobre todo rumanos, algunos de ellos llegados en autobuses desde países como Italia y probablemente España, se manifestaron en apoyo de los Furdui y contra los abusos que le reprochan a la Jugendamt, como se referían a la autoridad estatal alemana para la infancia los oradores asimilándola a un monstruo sin rostro y voraz de terrorífico nombre. Este miércoles, el Senado rumano aprobó una declaración pidiendo a las autoridades alemanas que permita a los Furdui volver a Rumanía con sus hijos. El caso ha atraído la atención de grupos pentecostales de la diáspora rumana en Europa y Estados Unidos, que han llevado a cabo plegarias, sermones y actos cívicos en apoyo de la causa.

Tengan o no algún mérito los argumentos de las familias aquí mencionadas, las reacciones que suscitan sus casos hablan de un fenómeno social, político y religioso vivo, idealista y sorprendentemente dinámico e interconectado. Más allá de la opinión que nos merezca, es digno de cierta atención.

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