
Llevamos años en los que, en nuestro país, incluso a los más profesionales, o simplemente a los más avezados, les resulta complejo hacer referencias a las estadísticas oficiales, en principio, de casi cualquier cosa.
Últimamente ha estado en el ojo del huracán la figura de un empleado –que así se le configura– titular de un contrato de los llamados de carácter fijo discontinuo y que, aunque no trabaje formalmente en el ámbito estadístico, consta como empleado. Hay otras figuras con más años de historia –los parados en formación– que tienen estadísticamente la misma consideración.
Cualquiera se pregunta, y con razón, por qué en España no se llama a las cosas por lo que son, sino por figuras confusas que, por decirlo estadísticamente, debes entrar en las notas a pie de página, para saber de qué se está hablando.
Pienso, indulgentemente, que esto es parte de la prometida revolución social del gobierno Sánchez y de sus secuaces, de terapias administradas a largo plazo, siempre en pequeñas dosis, para no asustar ni amenazar. De esto depende el éxito de cualquier gobierno: no del resultado real, sino de cómo se cuenta y con qué convicción.
Pero la realidad es muy terca, sobre todo cuando la ficción –verdad oficial, o políticamente correcta– permanece como única versión de los hechos reales, de espaldas a la verdad, sin eufemismos.
Por ello, viniendo al mundo real, el pasado noviembre, del que nos despedimos hace apenas un mes, ha sido en materia de desempleo juvenil (de menores de 25 años), un período aciago, que no debería repetirse. El Gobierno lo sabe, y de ahí las medidas para acallar a estos jóvenes, desde las ayudas para alquileres sociales, hasta bonificaciones en transporte público… en lugar de mostrarles la cruda realidad, sin pensar en cuántos votos se perderían si la conociesen.
En los seis meses que van desde mayo hasta noviembre de 2022, nuestros jóvenes españoles desempleados se han incrementado en 76.000. Una cifra que nos ha situado como país líder de la Unión Europea –una vana gloria– con un porcentaje de jóvenes desempleados de 32,3, desplazando a Grecia al segundo puesto al disminuir su tasa al 31,3.
¿Qué menos que preguntarse cuál es el problema de los jóvenes españoles? ¿Son la generación perdida de la que hablan algunos sociólogos? ¿Es el resultado de los cambios en los planes educativos? ¿Dónde está el ministro/a que debería hablar de ello todos los días?
El desempleo no es casual; es el resultado de una deficiencia formativa de conocimientos y actitudes, no de habilidades, como se dice ahora. Eso vendrá después.
El coste de una enseñanza blanda, minimizada en contenidos, con unas pruebas –las EBAU–, en las que se seleccionan con creces el 90 % de los presentados, es una formalidad, una burla, a lo que deberían servir: seleccionar.
El gobierno, ahora, pretende formar a los inmigrantes temporeros; bien, pero ¿por qué no empezar por los nacionales?