He de confesar que, sin pretenderlo, se había convertido en mi secreto mejor guardado. Si uno se pierde en los álbumes familiares, encontrará la foto de un niño con el pelo champiñón y un balón bajo el brazo ataviado con una elástica rojiblanca. En primer plano, Bandai, en una serigrafía para el recuerdo. Temporada 96/97, si no me falla la memoria.
Fue un regalo de mi tío. Cuando hizo acto de presencia, tiempo después de enviarla por correo, me pidió enfundarme la camiseta y sacó aquella foto. Después marchó, ufano por haber encontrado el regalo perfecto, sin saber –hasta hoy, si lee estas líneas– que había llegado demasiado tarde.
La camiseta volvió al cajón y nunca más lo abandonó. Mi tío lo desconocía y tampoco lo hubiera entendido, pero algo había ocurrido entre la confesión de mis colores y su regalo. Raúl González, en concreto. Aquel canterano huérfano cuyo segundo apellido profetizaba su destino. Raúl, que sin ser el mejor en nada, era el mejor de todos. Miento: era el mejor en esforzarse. Quizá por eso se había granjeado el favor de Dios y éste le había premiado con el más alto de los dones: el intangible. El duende que trasciende las palabras y se ve, pero no se explica. Y sin explicación, Raúl arrastró a aquel niño al otro lado del Manzanares.
Quienes conocían mi horrible secreto me tildaban de chaquetero. Sin argumentos para responder a las acusaciones, rechazaba la culpa con la convicción del que se sabe en la verdad. No podía explicar, pero entendía. No había cambiado de bando por el ansia de alzar copas al cielo. Sólo pude explicarlo años más tarde y, echando la vista atrás, me fascina aquel misterio patente: el corazón había decidido lo que mi mente no lograba digerir.
Tiempo después, con algo de madurez en el cuerpo, las piezas del rompecabezas comenzaron a encajar. Resultaba que los soldados blancos salían al verde, hacían lo que tenían que hacer, y seguían con su vida. Ganar, ganar, ganar y volver a ganar. El lema quedaba despojado de toda poesía. Parecía, a veces, que incluso ganaban sin desearlo. Refractarios a todo mal, les llovían palos y tragaban con carros y carretas como el gran mamífero que soporta a los animalitos parásitos de turno: con la superioridad del que se sabe imprescindible para el otro.
Quizás ganar no sea el objetivo, sino la consecuencia. Un equipo que si no ganara nada durante veinte años seguiría siendo de los más grandes, unos jugadores con más títulos que cromos en los álbumes Panini... Sólo se esfuerza después de haber conseguido todo quien compite contra sí mismo. El esfuerzo desprovisto de la convicción interna que lo hace humanamente posible es la tarea que más honor encierra. Por eso parece que Dios acompaña siempre a este equipo, como hacía con Raúl, como hacía el señor de la viña que premiaba a los trabajadores que explotaban sus talentos.
Hoy, cuando alguien habla de equipos del pueblo, soy escéptico. En esta época, poco amiga de lo colectivo, son palabras huecas. Es mejor asociarse por valores que por identidades, y en el Madrid muchos vemos reflejado el mecanismo vital para gobernar el problema de la rutina, una forma de entender la existencia: el esfuerzo silencioso, la ausencia de florituras en lo que uno hace –la sobriedad por bandera–, la inmunidad a la crítica y la mera recompensa de hacer lo que uno debe. Cuando uno está en la verdad, lo de fuera –bueno o malo– es mera anécdota. Por eso, a quien entiende la vida de esta manera, se le recibe con los brazos abiertos. No importa la ausencia de españoles titulares hace unas semanas, o el contraste del blanco con la piel de quien salta al campo. No es quién, sino cómo.
Han pasado todos los años desde entonces y nada se sabe de aquella camiseta rojiblanca. Hoy, mi fondo de armario está presidido por el diez del mago Modrić, que tanto me recuerda a aquellos maravillosos noventa con otros dos balcánicos acompañando al canterano en el frente de ataque blanco. Mijatović señalando al banquillo en una carrera frenética hacia la victoria final y al mismo tiempo a ningún lugar, sino tan sólo a ese esfuerzo que nunca acaba.