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Cristina Losada

No a la guerra, la estela tóxica

Si algo quedó claro hace veinte años es que nada asegura que el interés estratégico de país esté por encima del interés inmediato de partido.

Si algo quedó claro hace veinte años es que nada asegura que el interés estratégico de país esté por encima del interés inmediato de partido.
Zapatero sentado al paso de la bandera de EEUU, 2003 | EFE

Nada de lo que sucedió en la invasión de Irak, hace ahora veinte años, ni de lo que pasaría allí después de derrotado el ejército de Saddam, guarda relación con lo que ocurrió en aquel entonces en España. Nada, insisto, a pesar de que aquella intervención militar que impulsó Estados Unidos y apoyaría luego una coalition of the willing de más de cuarenta países, fue la causa alegada por la izquierda española para artillar una oleada de protestas que serían masivas y no escondieron su propósito: los del "noalaguerra" querían asestar la estocada mortal al Gobierno. No puedo ni imaginar qué hubiera dicho el presidente Sánchez, que tanto se queja de unos poderes ocultos que quieren derrocarlo, si le llegara a tocar algo parecido a lo que soportó Aznar. La hipótesis, aunque absurda, vale para resaltar el poco aguante de Sánchez frente a críticas y oponentes.

El "noalaguerra" era, como lema, un sinsentido, pero quería significar que había quienes deseaban la guerra por la guerra misma: la figura recurrente del belicista. Hay un montón de malos de este tipo en el acervo político popular: "el complejo militar-industrial", viejo invento de Eisenhower, es uno de los más antiguos en el cajón de sastre. La izquierda española, que copió abundantemente de los "noalaguerra" de otros países, insistió en que era una guerra por el petróleo, cosa que se ha probado una y otra vez incierta. Y amenazó con que aquello iba a desencadenar la Tercera Guerra Mundial, asunto del que ya no se volvería a hablar, claro, pero que logró el objetivo principal de todo el lío: meter a la gente el miedo en el cuerpo y sacarla a la calle.

Dos décadas después de la guerra en Irak, vistos todos los papeles habidos y por haber, muchos llegan a la conclusión de que no es posible determinar qué movió realmente a EEUU a derrocar al dictador iraquí, pero que hay que buscar los motivos de fondo en el momento dramático que vivió la gran potencia con los atentados del 11S y en la década previa, la de la Guerra del Golfo contra el mismo Saddam, una guerra que apoyó sin mayores problemas España con un Gobierno socialista, el de Felipe González. La pregunta de por qué una sí y la otra no remite siempre al visto bueno de la ONU. Pero no basta para justificar cómo es que enviar tropas para la reconstrucción de Irak era intolerable y peligrosísimo, y mandar barcos de guerra a la operación Tormenta del Desierto, con soldados de reemplazo, no lo había sido.

El consenso sobre lo de Irak fue, en España, imposible. La ocasión de montar una revuelta contra el Gobierno era demasiado jugosa para el partido de la oposición, dispuesto incluso a enemistarse con el amigo americano con tal de aprovecharla. Aznar antepuso el fortalecimiento de los lazos con EE.UU a cualquier otra consideración. Para el interés electoral de su partido, lo mejor habría sido quedarse al margen. Pero fue como fue y el "noalaguerra" pudo dejar su estela tóxica, la que se vió cuando, tras el 11M, se llamó asesino a Aznar: a Aznar, no a los que pusieron las bombas. La toxicidad de más alcance, sin embargo, es la que afecta a la fiabilidad de España como aliado y debilita su capacidad para situarse con ventaja en el concierto internacional. Si algo quedó desdichadamente claro hace veinte años es que nada asegura que el interés estratégico de país esté por encima del interés inmediato de partido.

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