
Hay una España que quiso ser democrática. Por ello, decidió aprovechar lo que parecía ser una salida ordenada y reconciliada de la dictadura que surgió del fracaso y el desorden de la II República y la Guerra Civil, una bendición que pocas naciones tienen la suerte de obtener. Por ello, votó la Constitución de 1978, creyendo que era el camino más seguro para asegurar la convivencia nacional desde una tolerancia admitida por casi todos salvo, como se vio enseguida, por los nacionalismos y sus sicarios y asesinos y por algunos escasos grupos nostálgicos mucho menos violentos.
Parecía que esta gran nación europea e hispanoamericana tenía por fin una oportunidad extraordinaria de futuro. Pero pronto se empezó a comprobar que era una democracia sin demasiados demócratas. Los partidos políticos de las izquierdas rescataron los malos hábitos que condujeron al enfrentamiento civil de 1936. Va en sus genes ideológicos. La Constitución no fue para ellos sino la ventaja de estar presentes con un poder casi omnímodo en la vida española. Descreídos de la democracia como fórmula política, a la que consideraban y consideran sólo un medio para alcanzar sus fines de poder hegemónico e insuperable, comenzaron lo que voy a llamar, intuitivamente, la "okupación" (ocupación desleal e irregular) de España.
Tras la victoria inapelable y legítima de 1982, el PSOE no se dedicó a respetar la legalidad, administrar el dinero público según un proyecto político expreso y a asegurar la neutralidad y eficacia de las instituciones y administraciones públicas para activar la alternancia, sino que comenzó un proceso de okupación de la cosa pública para impedirla. Los nacionalistas hicieron lo propio en dos regiones, País Vasco y Cataluña, y lo intentaron en otra, Galicia, que les salió mal.
En las demás regiones, dado que les correspondió poner en marcha el proceso de descentralización autonómica con la creación de nuevas administraciones públicas a los niveles regionales y municipales, muy especialmente en la Justicia, la educación básica, la sanidad y la Universidad, sembraron las plantillas con los propios, se saltaron a la torera la limpieza de la función pública y el acceso a ella, y crecieron como nunca los asesores y cargos de confianza nombrados a dedo. En las adjudicaciones y contrataciones pasó lo mismo, y en el control de las Cajas de Ahorros, y las nuevas televisiones y así sucesivamente.
En Andalucía, Extremadura y Castilla la Mancha se aplicó con rigor el procedimiento de "okupación" y se intentó en otras Comunidades. Pero ya en 1993 se vio que había una mayoría que obstaculizaba tal estrategia sin pelea. Fue el momento Aznar que, sin embargo, no se atrevió a recomponer institucional y democráticamente el desarrollo de la Constitución. Incluso en algunas regiones imitó el método de okupación practicado hasta entonces.
El más que oportuno criminal atentado del 11-M de 2004 acabó con el gobierno del PP y comenzó la etapa más cruda e incisiva de la "okupación" de España. Ya no se trató de okupar sólo poder e instituciones, puestos y poltronas, sino de "okupar" la conciencia misma, ya fraguada desde la educación, intensificando el control de la enseñanza, la puesta en marcha de la estrategia de la "limpieza" de la memoria histórica y el blanqueo de los crímenes de ETA, entre otras ignominias, como impedir todo proyecto de cohesión e igualación nacionales. El PP de Rajoy, que siguió a la ruina anunciada de José Luis Rodríguez Zapatero, no hizo nada para devolver las formas y el fondo constitucionales a leyes y costumbres adquiridas en esos años y los anteriores.
Ahora nos encontramos con una España "okupada", cada vez con más descaro, en su conciencia (ahora contaminada por la "memoria democrática"), en sus instituciones (el asalto a la Justicia ha sido revelador), en sus dineros (el descontrol es tal que ni la UE sabe dónde van sus ayudas), en sus listas electorales (lo de la presencia etarra y asesina en las listas de Bildu es muestra de cómo es de intenso el terremoto institucional) e incluso en sus calles (lo del desfile paramilitar de los hinchas proetarras del Osasuna por el centro de Sevilla es la gota que colma un cáliz que hace que Cuerpos íntegros como el de la Guardia Civil desaparezcan del paisaje urbano y rural de las regiones ya "okupadas").
Ya sé que el análisis no es completo, ni falta que hace en un modesto artículo. Pero lo que pretendo transmitir a los que aún creemos en la democracia, a pesar de todo, es que lo importante no es que la izquierda frankensteiniana que dirige Pedro Sánchez deje de destrozar las instituciones. No. Lo esencial es que haya partidos que tengan un plan de democratización real de la vida española y dispongan del valor suficiente para llevarlo a cabo, desde un plan hidrológico nacional o una nueva ley de educación; desde la derogación de algunas leyes infames a la reforma de la ley electoral para impedir desafueros y presencias antiproporcionales, entre otras muchas cosas, el poder judicial incluido. Lo necesario es cómo, de la ley a la ley, se devuelve a España a un camino constitucional que no termine con la cada vez más infectada y okupada democracia que vivimos.
O se hace esto o en unos años viviremos, ya no tengo dudas, el fin de la democracia en España. Otra vez. Todo puede comenzar, o no, el próximo 28 de mayo. Por ello, es esencial votar. Será el primer paso, imperfecto, claro, pero trascendental. Sin el primer paso, no habrá segundo y la okupación se consumará.