
Ayer fue un día emocionante porque presentaba mi novela en Madrid y el primer éxito es seguir vivo después de escuchar las palabras tan generosas que me dedicaron Luis Alberto de Cuenca y Manuel Gómez. En varios momentos dudé si era el autor o el muerto. Luis Herrero Goldáraz ha escrito una crónica maravillosa del acto y yo no la voy a mejorar a menos que la acompañe de un posado de Scarlet Johanson en bikini besando la portada de Rosas de papel en una calita de Long Island.
Lo interesante, además del ron y los abrazos, es lo que publicó Santi Santos en sus redes sociales al término de la presentación: "Vuelvo a creer en la cultura". Santi Santos es el líder de Los Limones, y su actuación puso el colofón a la fiesta que siguió a la presentación. Es uno de los mejores letristas del pop español, ha publicado 15 discos, y lleva en los escenarios desde finales de los años 80. Aunque su trabajo es la música, su especialidad es la Historia del Arte, y su vida es un torrente que aglutina rock, literatura, historia, y cualquier brillo de talento de aquello que antaño prestigiábamos como las Humanidades. Él es precisamente la cultura.
Su reconciliación pública de anoche con el credo cultural se produjo por obra, y sobre todo gracia, de Luis Alberto de Cuenca, que entre otras lecciones regaladas nos relató el esfuerzo de sumar folios al manuscrito de una novela, en contraposición al dulce oficio de la poesía, que es solo –y tanto cómo— el suave descanso de las musas sobre el escritorio del bohemio impaciente.
Me dijo anoche Pedro Ruiz en varias ocasiones que "hay que hacer cosas", y tal vez sea verdad, porque él no para y de nuevo está más joven que la última vez que lo vi; de hecho, me cuesta entender que juegue con los Veteranos del Real Madrid y no con el Castilla. Hacer cosas. De alguna manera, la mayoría de los que nos reunimos en la tarde de ayer compartimos el veneno de la impaciencia, y disparamos a los patos de seis en seis, dicho sea sin ánimo de irrumpir en la campaña electoral de los animalistas; y son, supongo, el amor a la cultura española y el golpe diario al clavo del talento, las rutinas que nos hacen sentir vivos, desbrozando vidas no siempre fáciles con el cuchillo afilado de la bohemia valleinclanesca.
Al deslizar la mirada sobre los presentes pude recrearme en las manos arrugadas de quienes representan la insigne madurez de la vida cultural y las manos aún jóvenes de periodistas, actrices, músicos, y poetas, tal vez con la avidez temprana por cincelar la mejor obra, por rozar las mieles con la punta de los dedos, o la satisfacción de tener aún cientos de conejos por sacar de su chistera. Todo aquello, toda esa atmósfera, entre la amistad y la vida, al refugio del aire benditamente acondicionado de un local de Alcalá 87, llevó a mi amigo a concluir que le había llegado la hora de reconciliarse con la manoseada idea de la cultura, en unos días en los que todo, incluso la belleza de las letras, parece que ha de cortarse al modo genuino en que agrade a los políticos, vedettes infinitas de la campaña que sufrimos, novia en la boda de cada uno de los telediarios, y cadáver yacente en todos los funerales.
Señalaba Luis Alberto que el de Luces de bohemia tiene su propia y deliciosa Rosa de papel, y admití que lo supe y leí después de haber elegido el título de mi novela. He estado estas semanas contando a los medios que en realidad lo mío es un guiño a Valle, porque la impostura es un grado en la promoción de cualquier obra literaria, pero lo cierto es que la coincidencia no pudo resultarme más casual y feliz. A fin de cuentas, el tipo que protagoniza mi novela es alguien perdido en un mundo ajeno y hostil, como un Sawa irredento a quien a ratos los bombeos feroces del alma se le acallan con sorbitos de poesía, de música y, en fin, de cultura. Quizá porque todos metemos la cabeza en el mismo agujero cuando afuera el tráfico de la inmediatez y el sectarismo nos vuelve el ambiente denso e irrespirable.
Volver a creer en la cultura. Lo firmo. Porque es volver a vivir.