
A raíz del fiasco del 28 de mayo, los derrotados hicieron sonar la alarma de la ola reaccionaria. Había una ola reaccionaria en España y había una ola reaccionaria internacional. Aunque por qué hablar en pasado: la hay, las hay y la alarma sigue sonando. Tan escalofriantes e inminentes son las olas que en Gijón se manifestaron hace unos días cientos de personas para frenarlas. También las sensibles gentes de la farándula gritan acongojadas que la ola va a sepultar los productos de su imaginación, algo que ignorábamos que tenían. A estas horas, en fin, la zozobra y la angustia de la izquierda reaccionaria por la llegada a España de la ola reaccionaria son totales y absolutas. Y, sin embargo, pese a toda la inquietud y todo el temor, no son capaces de plantarle cara a la gran cuestión que está en el envés de la hoja.
La cuestión que rehuyen es la de sus derrotas. Porque si de ola internacional hablamos, hay que decir que la izquierda se ha quedado prácticamente sin Gobiernos en Europa. A estas alturas del siglo, los socialistas han desaparecido de los Gobiernos o desaparecido a secas, en una mayoría de países europeos. El socialdemócrata Scholz es el canciller de Alemania, sí, pero gobierna con los liberales (y los Verdes). Puestos a contar, les quedan algo así como Finlandia, Malta y Eslovenia. Y les queda, naturalmente, la excepción ibérica: Portugal, con Costa y España, con Sánchez en el alambre. Ante tal panorama, cualquiera se plantea que algo estarán haciendo mal los socialistas o socialdemócratas. Pero no es el caso. Oyendo a los profetas de la ola, los que lo están haciendo mal son los votantes que mandan a esos partidos a la oposición o al basurero de la historia, que diría Trotsky.
Aquí, en la excepción ibérica, la reflexión obligada es otra, y ha de ser sobre la excepción, precisamente. Sobre cómo se han librado los socialistas del destino que han sufrido en otros lugares. ¿Será que son mejores que sus correligionarios del otro lado de los Pirineos? Tiene que haber explicaciones más verosímiles. En busca de qué tienen en común los de la excepción ibérica encontramos que ambos son países con memoria de ser pobres. Esto marca. En países con memoria de ser pobres, aún tiene predicamento la idea o la ilusión de que unos socialistas en el Gobierno van a quitar dinero a los ricos para repartirlo. En esta visión, siempre es más importante quitar que dar, mucho más. Sánchez se vistió de modo episódico de Robin Hood, cuando vio venir la ola, justo por eso.
Injusto sería, eso sí, igualar al portugués Costa y al español Sánchez, porque no han hecho lo mismo. De ahí, que Costa tenga mayoría absoluta y Sánchez pueda perder las elecciones y el Gobierno. Y ello a pesar de que juega a favor de los socialistas un rasgo cultural específicamente nuestro y poco investigado, que podríamos llamar la desorientación o el desconcierto ante la Modernidad. La sociedad española sigue marcada por la impresión de haber entrado con retraso en la Modernidad y el deseo de recuperar rápidamente el tiempo perdido. Ya no es tan evidente como lo fue, pero permanece en la trastienda y ha configurado valores y actitudes o la falta de ellos.
La Modernidad se ha tragado a grandes bocados, sin masticar. De la estructura tradicional se ha saltado a la desestructuración moderna con la venda en los ojos, porque había que hacerlo, y España es una sociedad esencialmente conservadora que reniega de su conservadurismo. Queremos ser el nouveau riche de la Modernidad y los socialistas cubren esa demanda con la oferta de ponernos en la vanguardia de lo que sea al precio que sea. Lo raro, por este viejo asunto, es que un partido conservador gane unas elecciones en España. Por eso el PP no es conservador, por eso le ha salido Vox y por eso todo el mundo sabe que la ola que tanto susto mete a la farándula —y a los de Gijón— no es más que una oliña.