Son muchas las formas de llegar a una dictadura, sin necesidad de abruptos golpes militares ni sangrientas revoluciones. Y una de ellas, muy común, por cierto, en países de Hispanoamérica, es valiéndose de las herramientas que ofrece el propio juego democrático para, poco a poco y de forma sibilina, ir implantando un régimen autoritario hasta el momento en el que, finalmente, termina convertido en una dictadura pura y dura, solo que revestida de tintes democráticos.
El inédito declive político e institucional que está sufriendo España bajo el Gobierno socialista de Pedro Sánchez corre el serio riesgo de desembocar en un final parecido. Muchos dirán que es imposible, pero, lo cierto, es que torres más altas han caído. Cualquier país rico, democrático y libre puede ser víctima de un destino semejante si parte de su clase política tiene por objetivo perpetuase en el poder y las instituciones del país no aguantan la embestida, en ausencia de una oposición firme que lo combata por tierra, mar y aire, tanto en el Parlamento como en la calle.
La deriva autoritaria que ha emprendido, una vez más, la izquierda española, con el apoyo entusiasta de sus socios separatistas, supone una seria amenaza para el conjunto de derechos y libertades básicos del conjunto de españoles. Las coacciones que, de forma indirecta, ha sufrido un grupo de economistas críticos con la acción del Gobierno es tan sólo una muestra más del camino que conduce hacia la dictadura.
Que el poder político se atreva siquiera a llamar la atención de quien no comulga con su idearios no es propio de ninguna democracia que se precie, sino de regímenes populistas, bananeros y autocráticos destinados a un fatal desenlace. Esto, simplemente, es inadmisible. No se puede permitir. Y su mera posibilidad debería constituir un escándalo de primer orden, capaz de llevarse por delante a todo un Gobierno.
España, sin embargo, ha llegado un punto en el que este tipo de atropellos no sólo no escandalizan, sino que ya ni sorprenden. Se ha convertido en algo tan normal y habitual que el país ha terminado por interiorizarlo, de modo que raro es el día que no saltan una o varias noticias con entidad suficiente como para tapar el descaro anterior.
No en vano, esta amenaza a economistas se suma a las constantes presiones, insultos y censuras que sufre desde hace tiempo la prensa que no está alineada con el Gobierno. O qué decir de los empresarios que son señalados directamente desde el poder, con nombres y apellidos y por boca del presidente y sus ministros, por no atenerse a los designios y directrices que se marcan desde Moncloa.
La censura ha regresado a España. Hoy, en muchos sentidos, hay menos libertad incluso que bajo el régimen franquista, tal y como admiten con sonrojo algunos referentes de la cultura. La imposición del pensamiento políticamente correcto es una realidad y ha terminado por minar la libertad de expresión de los individuos, generando un miedo atroz a decir lo que cada uno piensa por las posibles represalias.
La violencia también ha hecho aparición en la escena política. Primero, la verbal, en forma de constantes desprecios y exabruptos hacia los partidos de la oposición, pero, ahora también, la física, mediante pedradas a quien ose protagonizar discursos en localidades o universidades dominadas por el extremismo e incluso mediante bofetadas a alcaldes en medio de plenos municipales.
Síntomas, todos, de un mismo mal: Sánchez y sus secuaces. El ataque que ha protagonizado este Gobierno hacia la separación de poderes, el Estado de Derecho, la propiedad privada, la igualdad ante la ley y las libertades fundamentales del individuo no tiene parangón en la reciente historia democrática de España. Pero tampoco es de extrañar si se tiene en cuenta que Sánchez es el gran socio y el más fiel aliado de los comunistas, filoetarras y golpistas que quieren acabar con la Constitución, la democracia y la unidad de España. El día que eso suceda, si sucede, España será, oficialmente, una dictadura.