
Como no soy gato, mi orgullo de pertenencia a la Villa y Corte no es otro que el del azar y las circunstancias. El árbol genealógico familiar es castellano desde hace varios siglos y nosotros somos la primera generación madrileña, por lo que disfruto de esta jungla de asfalto y cristal desde la tranquilidad de saber que ese disfrute sería el mismo en Wolfsburgo o Vladivostok de haber nacido allí. Soy escéptico respecto a la identidad madrileña porque esta tierra es una pequeña anomalía histórica, desgajada de esa Castilla ancestral. Pero, curiosamente, pasan los años y la segunda, germen de España, desaparece del imaginario colectivo – quizás porque España y Castilla son un poco la misma cosa –, mientras que la primera crece con más fuerza que nunca al galope de una identidad un tanto artificial.
Este domingo, Almeida mediante y si el juez no dice lo contrario, nos convertiremos en Valencia. El alcalde ha encargado una montaña de petardos de 307 kilos de pólvora – más cantidad que las valencianas – para no sé sabe muy bien qué. Bueno, o sí: para llenar trenes y trenes desde el litoral mediterráneo y fomentar el consumo interno. Asunto curioso este último porque es un argumento que su trinchera suele afear a la siniestra: que la economía no crece a base de fagocitarnos o dejarnos los cuartos en la barra del bar. En realidad, lo de petardear el Manzanares durante unos minutos en una apacible mañana de domingo no tiene mucha importancia. Gustará a unos, molestará a otros y desorientará un rato a los pájaros que asistan al concierto. Sigue la vida y seguirá la fiesta. Lo que resulta más preocupante es ese afán por convertir la ciudad en el Instagram de las urbes.
Mi sensación en los últimos años es que la identidad madrileña es la ausencia de tal cosa, o, mejor dicho, la identidad del camaleón. Este Madrid de moda es el globo hecho ciudad: retrato del mundo desarrollado, hogar de apátridas. Estos días, un artículo en The Economist se hacía eco de nuestra frenética carrera para convertirnos en el Miami europeo y se preguntaba si la ciudad mantendría su esencia mientras acoge a los nuevos colonos. Acierta el diario británico con la pregunta, aunque llega tarde. La ciudad recuerda al adolescente que se apunta a todos los planes en esa búsqueda de su lugar en el mundo, y da igual si un año se viste con los pantalones cagaos de rapero y al siguiente se enfunda una camisa a rayas para acudir a la discoteca light. No hay fiesta, tradición, moda o evento que la ciudad no adopte. Vive en subasta permanente, pendoneando por el mundo a la búsqueda de la última novedad, como si quisiera arrebatar el título de capital del mundo a la Gran Manzana.
Reconozco que soy incapaz de ver la esencia de una ciudad infestada de franquicias cutres y locales chic asépticos e idénticos, donde los lugareños se ven condenados a las afueras dejando su lugar en el parque de atracciones a la riqueza extranjera, y el pequeño y mediano comercio reza para no ser devorado por el imperio de las empanadas argentinas. No encuentro diferencias con Nueva York, Berlín o París. Ciudades que en su día fueron Estados Unidos, Alemania y Francia. Madrid va por el mismo camino, con o sin empujón gubernamental. No es necesario acelerar el signo de los tiempos. Si tanto disfrutó el alcalde de la Mascletá valenciana, puede volver allí cuantas veces quiera o fundar "Pirotecnias Almeida" para adherirse a la tradición mediterránea, donde su servicio será mucho más valorado que aquí.