
Alejandro Fernández, el candidato designado tan a regañadientes por Génova, acaba de hacer público antes de que empiece la campaña electoral que su grupo, el de los diputados que obtenga la lista del PP, renunciará ya de antemano a tratar de condicionar con sus votos en la investidura la política del próximo presidente de la Generalitat. Una actitud esencialista que tal vez guste mucho en Madrid, pero que en Barcelona se va a interpretar como que escoger la papeleta del PP no resulta, en la práctica, útil para nada. Y nosotros, los que estamos asqueados de la hegemonía crónica del independentismo en las instituciones, necesitamos que el voto resulte útil para algo. Porque si no va a servir para nada, mejor quedarse en casa.
Una de las principales leyes no escritas que rigen el funcionamiento del orden político español desde la Transición es la que ordena que siempre el interés táctico de las direcciones nacionales, tanto del PP como del PSOE, se antepondrá a las proclamas retóricas para expulsar a los separatistas del poder en País Vasco y Cataluña. Por eso, no ha habido ni un solo minuto durante los últimos cuarenta años en el que no hubiese separatistas en los gobiernos vasco y catalán. Ni uno solo.
Los comicios domésticos a celebrar el próximo doce de mayo en las cuatro provincias de la demarcación los va a ganar el oficial de complemento del Ejército de Tierra, Salvador Illa i Roca. Pero, casi con plena seguridad, se puede anticipar a estas horas que nunca llegará a ocupar el despacho oficial del presidente de la Generalitat. Y quizá más de uno considere que eso va a constituir una buena noticia para los que defienden la causa de la nación española en ese rincón levantisco del Mediterráneo. Yo no lo creo. Porque mientras PP y PSOE persisten en seguir lanzándose boñigas de mierda en todos los plenos de Congreso y Senado, deporte al que ninguno de ellos concede renunciar, un enésimo gobierno sedicioso e indigenista nos volverá a hacer el aire irrespirable a los leales.