Ahora que comienza un nuevo curso se hace extraño el ajetreo de los arúspices mediáticos que giran en torno al cuerpo inerte de las encuestas demoscópicas como si se tratasen de animales sacrificados a los que hubiese que analizar las vísceras para predecir cuántas batallas le quedan por ganar a Pedro Sánchez. Esa necesidad tan temprana por adivinar qué pasará podría denotar algo parecido al ansia por verlo caer, si no denotase desesperanza. Y es normal que la denote, además, teniendo en cuenta que Sánchez lleva sin ganar una batalla desde que ganó la investidura y que de hecho ni siquiera importa, pues esa es la única victoria que de verdad le sirve.
La situación es bien sencilla en su complejidad y desmiente a todos los que, vaciados de palabras y de referencias con las que entender profundamente al personaje, se abandonan a la exaltación de sus "virtudes" como si estuviesen describiendo a ese verdugo futbolístico que parece favorito para ganar la Champions. Sánchez no tiene más virtudes que una audacia psicopática que cabalga a lomos del oportunismo. Y es difícil concretar en qué medida habría podido llegar a desembridarla tanto sin la contribución sesuda de todos esos nuevos maquiavelos que hablan como si las democracias pudieran sobrevivir promocionando a príncipes.
Pocos consuelos quedan para los desesperados más que la certeza de que en la desesperanza ya no hay esperanza que perder. Y así uno se ve casi resignado, paseando por entre las columnas de los periódicos con la extraña sensación de llevar recorriendo desde hace años las mismas calles de un deja vu eterno; como si se hubiese producido un bug en el Mátrix que debía configurar las consecuencias que cosechan los Gobiernos insolventes y, debido a eso, nada terminase de derrumbarse del todo pero permaneciese en estado de demolición; como si todos los mañanas pareciesen apuntar al mismo fin pero ese fin no pudiese llegar nunca, porque hay finales que jamás han sido escritos. Como si en serio fuese Sánchez quien tuviese la potestad para escribirlo como le parezca.
Lo cierto es que cada vez existen más motivos políticos y judiciales que impiden sostener racionalmente semejante estado de enajenación desconsolada, pero si algo han demostrado los feligreses del PSOE es que no existe escándalo ni candidato corrupto que pueda hacer caer el suelo de voto del partido más allá de lo que pudo permitirlo su competencia con Podemos en aquellos tiempos en los que Podemos no se había destapado como un meme. Existe la posibilidad, nos dice la razón, de que la extrema debilidad de un presidente nefasto, cobarde y absolutamente sitiado termine por hacerle cambiar de opinión y abandonar el poder de alguna forma. El problema es que lo más racional también, teniendo en cuenta su carácter, es que esa forma consista en encerrarse dentro del Estado, agarrarse a un barril de pólvora y volarlo con nosotros dentro.