Hacía falta tener muchas agallas, como dicen los gringos, para abrazar la cosmovisión marxiana después de los acontecimientos que ocurrieron en Berlín durante la noche del 9 de noviembre de 1989. Pero justo eso fue lo que se le ocurrió a Eduardo Sartelli, por aquel entonces un joven profesor de Historia en la Universidad de Buenos Aires. Yo siento auténtica devoción intelectual por Sartelli porque sus escritos académicos me han permitido comprender lo incomprensible: la fatal deriva crónica e imparable de Argentina hacia un desastre económico y social que pudiera acabar incluso con la propia desaparición del país en tanto que Estado soberano.
Hace poco, a ese Sartelli, ahora catedrático y acaso el pensador marxista más original y brillante del mundo hispánico, se le ocurrió preguntar a sus alumnos porteños qué imagen asociaban ellos a la idea del socialismo. Y por alguna razón, la más repetida fue una escena de mujeres lavando ropa sucia a orillas de un río. En la mente de los jóvenes de hoy, el socialismo se vincula invariablemente a estampas colectivas de pobreza. Así, para los estudiantes universitarios de Buenos Aires que votan a Milei, el socialismo remite a poco más que repartir la miseria de modo tal vez equitativo. Pero es que para los socialdemócratas de la Europa meridional tampoco significa algo demasiado distinto.
El presidente Sánchez, apelando a la mejor tradición de la demagogia garbancera peronista, acaba de anunciar un impuesto que gravará a los que guardan en el banco "dinero para vivir cien vidas". Aunque él sabe de sobras, y mejor que nadie, que los que poseen ese dinero lo esconden bien lejos de España. Porque el problema de esta España de camareros a mil euros por barba no son los ricos que salen en las revistas del corazón ni tampoco la clase media que aún no se ha extinguido del todo, sino la inflación de pobres y pobres y más pobres que genera su modelo improductivo de sol y playa; el del pan (y Broncano) para hoy y hambre para mañana. Al final, el referente era Perón.