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Mis héroes

Israel parece importar sólo de verdad a los israelíes y a los que buscan inmisericordemente su destrucción. Todo el resto son profesionales del abandono

Israel parece importar sólo de verdad a los israelíes y a los que buscan inmisericordemente su destrucción. Todo el resto son profesionales del abandono
Familias de soldados israelíes fallecidos en la guerra en Gaza protestan por el acuerdo de alto al fuego con Hamás. | EFE/EPA/ABIR SULTAN

Conocí en Barcelona a un chico ucraniano que había estudiado relaciones internacionales, hablaba perfecto español y trataba de emprender algún tipo de actividad diplomática relacionada con el mundo hispanohablante. Quedamos a comer y a hablar de la situación en su país. "Lo primero que quiero preguntarte es…", empecé yo. Él no me dejó acabar: "…¿qué hago aquí y no luchando en el frente?".

Pues no. La verdad es que ni se me había ocurrido preguntarle eso. Pero en cuanto él lo dijo, y, sobre todo, por cómo lo dijo, comprendí que él tenía el tema clavado como una espina en la garganta. Volví a mirarle bien. Tan joven, tan sano, tan a salvo de todo mal. Físico por lo menos. ¿Tenía ante mí a un desertor, formal o informal, o a alguien que así se consideraba?

De las dos horas de conversación que siguieron, saqué dos conclusiones tristes. La primera: él no creía que su país pudiera ganar la guerra, y por eso había decidido aprovechar una rendija que encontró para escapar de aquel desastre. La segunda: a él le daba vergüenza que yo le juzgara por haber renunciado a ser un héroe de los que aquí nos gustan, siempre que no nos toque serlo a nosotros, claro. Creo que ni se le pasaba por la cabeza que a mí también me diera vergüenza mi parte, nuestra parte, de responsabilidad en su desesperación. En su abandono.

El pasado Sant Jordi, Día del Libro, la Comunidad Judía de Barcelona puso por primera vez una carpa en la calle para vender libros. Yo me acerqué y compré "Out There" (Ahí fuera), de Omri Ginzburg. Omri Ginzburg fue un soldado israelí, descendiente de víctimas del Holocausto y de un veterano de la guerra de Yom Kippur, que creció convencido de la necesidad perentoria de defender a su país, cueste lo que cueste. Todo el rato. Sin parar. Por razones obvias el servicio militar es obligatorio en Israel por varios años lo mismo para hombres que para mujeres. Sólo están exentos -de momento- los judíos ultraortodoxos y los ciudadanos israelíes de origen árabe. Cuando acaban el servicio, se pueden reenganchar -cosa que Omri Ginzburg hizo- o pasar un largo tiempo en la reserva. No exactamente para ir a rescatar a víctimas de inundaciones o desastres naturales, como aquí. En Israel te llaman para otras cosas.

Omri Ginzburg participó como oficial en la segunda guerra del Líbano. Volvió a casa físicamente de una pieza pero con algo roto dentro. Se llama síndrome de stress post-traumático y lo han padecido excombatientes de todas las guerras, aunque la ciencia médica ha tardado mucho en tomárselo en serio. No era cosa de héroes. Ni, si me apuras, de hombres. No digamos si esos héroes o esos hombres han nacido en un país que no es que vaya a la guerra de vez en cuando, es que ha nacido y vive permanentemente dentro de ella. Porque Israel parece importar sólo de verdad a los israelíes y a los que buscan inmisericordemente su destrucción. Todo el resto son profesionales del abandono. Como en Ucrania pero sin hipocresía. Sin ni la más ligera anestesia.

Ya les contaré qué efecto me hace el libro de Omri Ginzburg, que apenas acabo de empezar. En inglés, aunque también existe una traducción al catalán. Probablemente porque el autor lleva diez años fuera de su país, viviendo en Barcelona. Intuyo que es la solución que encontró, como mi conocido ucraniano. Debe haber sido muy duro para este joven hijo de mártires y de héroes admitir que él no podía más. Que había llegado al límite. A su límite. En Israel, una vez más a la silenciosa vanguardia de tantas cosas, han acabado dándose cuenta antes que otros de que el stress post-traumático de muchos de sus jóvenes soldados o exsoldados (soldados para siempre, en realidad…) no es poca cosa. Han empezado a proveer recursos y asistencias para tanta juventud estragada por una guerra que son muchas guerras a la vez. ¿Nadie va a compadecerse nunca de semejante infierno? Quien no tenga la suerte de ser un fanático terrorista, con el odio como única razón de ser, ¿por cuánto tiempo puede soportar un apocalipsis infinito? Si Omri Ginzburg hubiera nacido en Torrelodones o en Terrassa se podría permitir ser muchas cosas. Incluso pacifista. O gilipollas. Naciendo donde nació, el heroísmo no es opcional.

Y por fin he conocido a Liam Spielman. Liam tiene 26 años y es de Netanya (Israel). Él ya era reservista y se encontraba en el Congo cuando el 7 de Octubre devolvió instantáneamente Oriente Medio a la edad de piedra. Lo dejó todo para reincorporarse. Toda la atención estaba puesta en el sur y en Hamas, pero eso no restaba un ápice de gravedad a otras habituales amenazas como la de Hezbollah en la frontera norte. Allá mandaron a Liam, al frente de veinte combatientes. Fueron atacados por un dron no tripulado que él por su experiencia reconoció al instante, consiguiendo poner a salvo a sus hombres. No a sí mismo. Recibió heridas de gravísima consideración. En la pierna, en la columna vertebral y en los intestinos. Perdió tanta sangre que ni tensión sanguínea le detectaban cuando por fin fue evacuado a un hospital, donde lo normal habría sido morir. O que le amputaran la pierna. Puede parecer hasta de mal gusto decir que Liam tuvo suerte, pero el caso es que la tuvo. El hospital estaba milagrosamente vacío y el equipo médico pudo emplearse a fondo en atenderle como en plena guerra no es habitual. Liam me contó que el médico que le salvó, pierna incluida, pasó la noche en el parking del hospital para no abandonarle. Supongo que no es casualidad que la Torah diga que quien salva una vida, una vida sola, salva a la entera Humanidad. El empeño de los judíos por pelear vivo a vivo, incluso muerto a muerto, asombra a quien se quiere enterar. Asombraba a los mismos árabes que les combatieron en 1948. Cuentan Dominique Lapierre y Larry Collins en un libro que debería ser de obligada relectura, "Oh, Jerusalén", que los hebreos nunca abandonaban una posición sin hacer todo lo posible por rescatar a todos sus caídos. En cada salida para recogerlos, caían más. Sin pestañear. Sin dudarlo.

Liam Spielman se ha puesto estos días a disposición de todos los periodistas de nuestro país que quisieran escuchar su historia. Me encontré al teléfono a un joven increíblemente seguro de sí mismo y optimista. Instructor deportivo en envidiable forma física antes de la guerra que casi le mata, se tomó muy a pecho su rehabilitación y la de otros, convirtiéndose en un abogado natural de las asociaciones con apoyo del gobierno, pero privadas, que cuidan de los veteranos y de las víctimas de stress post-traumático. Se dedica a ir por el mundo recogiendo apoyos y fondos. La start-up nation, ya saben. No sé si Liam Spielman ha tenido la "suerte" de tener que hacer frente a heridas físicas tan graves que no han dejado sitio a heridas psíquicas como las de Omri Ginzburg. Él no parece cansarse de ser un héroe non stop. Sólo piensa en dar voz a otros veteranos como él -veteranos tan espantosamente jóvenes, Dios mío…- para que sientan que no están solos por mucho que medio mundo así les deje. Liam tiene más ganas y siente más orgullo que nunca de ser israelí, y todo lo da por bien empleado mientras Israel exista. La única luz de Oriente Medio, me dijo convencido. ¿La única del planeta, me pregunté yo? La confiada calidez de su voz me ayudó a conciliar las pesadillas de esa noche. Quien sabe, igual le vuelvo a llamar a ver si además consigo conciliar algún sueño.

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