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Carmelo Jordá

La Navidad y mi carnet de liberal

Hagan ustedes lo que quieran, incluso romper en mil pedazos el carnet de liberal que, como buen liberal, no tengo.

Hagan ustedes lo que quieran, incluso romper en mil pedazos el carnet de liberal que, como buen liberal, no tengo.
Decoración navideña en una calle de Valencia. | EFE

Como liberal que creo ser, me gustan muy poco las prohibiciones, y este año aún menos: estamos todos hasta el moño –bueno, igual esa no es la mejor imagen– de que nos digan lo que no podemos hacer y hasta qué punto podemos hacer lo que sí está autorizado.

El virus, que existe y ha matado y está matando a mucha gente, nos ha obligado a una vida que no sólo es distinta sino que es mucho peor, y en el camino ha multiplicado el intervencionismo del Estado, que ya llega a límites insólitos e impensables no hace tanto, como decirnos hasta con cuánta gente podemos reunirnos en nuestra propia casa: el Sóviet Supremo se habría relamido ante la posibilidad de dictar ucases como ese.

No obstante, me van ustedes a perdonar un inesperado giro de guion: a pesar de haber empezado con esos dos párrafos, este no va a ser un artículo en contra de cómo está usando el Estado su capacidad coercitiva. Me gustaría poder oponerme y enarbolar una bandera liberal o incluso libertaria, decirles que estos derechos son irrenunciables y que si quiero montar una orgía belga en mi propiedad privada es asunto mío; me gustaría, pero no sería honesto con ustedes: lo cierto es que no lo tengo claro.

Si no fuera porque me siento demasiado liberal como para tener ningún carnet que me acredite como tal, ahora podrían ustedes correr a quemarlo en pira pública, pero sinceramente no creo que al confesarles mis dudas esté renunciando a mis convicciones. Por supuesto, lo ideal sería que en lugar de prohibirnos esto y aquello el Estado se preocupase de informarnos adecuadamente de las consecuencias de cada una de nuestras decisiones. Pero esa no es la situación real: el Estado –o, mejor dicho, la banda de desastrosos inmorales que lo ocupa esperemos que no por mucho tiempo– ha hecho exactamente lo contrario: desinformar y engañar; aquel que haya escuchado a Sánchez, Illa o Simón estará muchísimo peor informado que el que no lo haya hecho nunca.

Del mismo modo, lo ideal serían unos medios de comunicación que igualmente fuesen capaces de informar de forma eficaz y gracias a los cuales fuese más fácil tomar decisiones sobre nuestro día a día. Lamentablemente, tampoco es el caso en España.

Y, para colmo, todo se complica aún más con la Navidad, una época en la que la tradición y los sentimientos de diversos tipos nos llevan a socializar aún más de lo mucho que los españoles socializamos. No pretendo decirles lo que deben ustedes hacer o no –recuerden que me tengo por liberal–, pero me llama poderosamente la atención lo que escucho o leo a mucha gente, especialmente en las redes sociales: ¿de verdad creemos que el virus se va a ir de vacaciones? ¿De verdad pensamos que las precauciones que hemos venido tomando en los últimos meses de repente ya no son necesarias? ¿Alguien cree que el espíritu navideño evitará los contagios?

Créanme que entiendo lo que para muchos significan estas fiestas, pero no nos engañemos: lo que es irresponsable el 8 de diciembre seguirá siéndolo la noche del 24; los seres queridos a los que pongamos en riesgo seguirán estándolo por mucho que suenen villancicos; y el argumento más sentimental, que para muchos mayores estas puedan ser las últimas Navidades, quizá no sea una razón lo suficientemente buena para aumentar drásticamente las posibilidades de que efectivamente lo sean.

Dicho esto, por supuesto, hagan ustedes lo que quieran, incluso romper en mil pedazos el carnet de liberal que, como buen liberal, no tengo.

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