Pues resulta que el partido que lleva años genuflexo ante el poder absoluto de un solo hombre, el mismo que no ha dudado ni un segundo en traicionar casi todos los principios ideológicos –y morales– que eran su razón de ser, ese en el que ni una voz se ha alzado nunca cada vez que se rompía una promesa electoral o se abandonaba una batalla ideológica, va a tener un congreso de verdad y, pásmense, algo tan parecido a unas primarias que será casi imposible darle la vuelta en otra fiestecita búlgara como la de Valencia de 2008.
Es más: si no se tuerce la cosa a base de dosierazos, los militantes populares tendrán hasta media docena de opciones para elegir: Cospedal, Casado, Soraya, Margallo y algunos outsiders desconocidos nos prometen una fiesta mediática sin precedentes en lo que va a ser uno de los mejores meses informativos en la historia del Partido Popular.
Por el momento, los candidatos se van presentando como la mejor opción para el futuro de su partido y la vuelta a un Gobierno del que han sido apeados hace muy poco, pero yo creo que el militante del PP que participe en estas primarias debe tener en mente un escenario muy diferente: la duda no es cuándo volver a Moncloa sino, directamente, si se puede salvar el PP, porque lo que en realidad se juega el partido en este proceso no es el Gobierno sino la propia supervivencia.
Ya sé que a muchos de ustedes esto podrá parecerles una exageración, al fin y al cabo hablamos de una formación que ganó las últimas elecciones, que aún es la que más diputados y senadores tiene y que acumula un notable poder autonómico y municipal.
Esos datos ciertos y la enorme estructura que tiene todavía en toda España son los argumentos que pueden esgrimir los que no ven al PP en un trance tan arriesgado. Pero a ellos se contraponen otras cuestiones que personalmente considero que, como mínimo, colocan tanto o más peso en el otro platillo de la balanza: el rosario de sentencias judiciales que están por llegar, el desgaste de Rajoy y de siete años de Gobierno que han sido como mínimo decepcionantes, la lamentable gestión del problema catalán y, sobre todo, la descapitalización ideológica e intelectual de un partido que ya no tiene una élite que merezca tal nombre y que ha tirado por la borda cualquier posicionamiento ideológico desde el que hacerse fuerte.
Por supuesto, será fundamental el líder que surja de este congreso, ya que alguno de los candidatos está esencialmente incapacitado para liderar nada que no sea una lenta agonía por la senda del rajoyismo –y no voy a dar nombres como el de Soraya Sáenz de Santamaría–. Pero además el propio proceso y su desarrollo son claves: si se transmite a la sociedad que tiene lugar un debate de ideas que permite al partido rearmarse ideológica y moralmente puede que, efectivamente, el PP vuelva a ser la formación de referencia del centroderecha español; si, por el contrario, todo lo que vemos es un quítate tú pa ponerme yo aderezado de puñaladas traperas, será imposible otra cosa que acabar de convencernos de que el daño causado por diez años de desmantelamiento intelectual y moral rajoyista es irremediable y al enfermo no le queda ninguna esperanza de superar el mal.
Sea cual sea el resultado, conviene no ponerse nerviosos: como bien ha dicho Pablo Casado, un partido no es un fin, es sólo un medio, y si el PP no es el medio para que las ideas de libertad, unidad y prosperidad se defiendan en la arena política española, otros habrá que lo hagan con mayor o menor acierto. Esa es la maravilla –y para los mediocres la condena– de la democracia.