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EDITORIAL

'Mentimos'

El salto a la política de Iglesias ha puesto de relieve con más nitidez la verdadera naturaleza de estos movimientos antisistema surgidos en la izquierda.

El líder de la nueva formación de izquierdas, Podemos, no sólo participó en el ataque que impidió a Rosa Díez impartir una charla en la Universidad Complutense (UCM) en octubre de 2010, sino que fue uno de sus principales instigadores, tal y como se puede comprobar en las imágenes que ofrecimos ayer en primicia a nuestros lectores. Pablo Iglesias ya era entonces profesor de la UCM, lo que no le impidió participar en esta operación de acoso como un estudiante radical, totalitario y maleducado más.

Enfrentado a los hechos, Iglesias intentó zafarse negando la realidad, pero desde ayer ha quedado claro que estamos ante un liberticida cuyo concepto de acción política no difiere del de la caterva bolivariana, con la que, por cierto, mantiene estrechos y jugosos vínculos.

Iglesias es un fanático marxista partidario de las peores dictaduras que imparte su tóxica doctrina en las aulas por obra y desgracia de la indecente endogamia académica que carcome la Universidad española. No es de extrañar que, con ejemplos como el suyo y el de algún otro compinche de su aventura política, la Universidad pública española sea una auténtica y muy onerosa vergüenza.

El líder de Podemos parece haberse creído el personaje creado por sus medios afines. Del nacionalismo proetarra al separatismo catalán, no hay proyecto totalitario de odio a España que no haya contado con su aplauso y apoyo. Enfrentado a su responsabilidad actual como receptor de la confianza de más de un millón de españoles, Iglesias pretende ahora hacer compatibles sus simpatías con las organizaciones proetarras y su defensa del descuartizamiento de la Nación por parte de las burguesías vasca y catalana con una imagen de político razonable al que pueda votar también la izquierda menos exaltada. Sus intentos de eludir un pronunciamiento claro sobre la ofensiva separatista de vascos y catalanes quedará, por su patetismo, como un caso paradigmático de joven radicalizado que, finalmente, se da cuenta de que la política es algo más que un juego para universitarios ociosos.

El salto a la política de Iglesias ha puesto de relieve con más nitidez la verdadera naturaleza de estos movimientos antisistema surgidos en la izquierda, de los que él se ha erigido en máximo representante por mor de la voluntad popular expresada en las recientes elecciones europeas.

El enaltecimiento de su figura que ejercen sin pudor los medios progresistas y la corrección dialéctica de la que hace gala cuando debate ante las cámaras lo han convertido en un político de nuevo cuño que encandila a unos y atemoriza a otros. Desde ayer ha quedado todavía más claro que no hay la menor justificación para lo primero, pero mucho menos para lo segundo, por más que al partido en el Gobierno le convenga disponer a su izquierda de un coco tan vergonzoso en términos éticos, políticos e intelectuales.

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