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RECUERDOS SUELTOS

La felicidad

Tengo delante el enjundioso ensayo de Gonzalo Fernández de la Mora Sobre la felicidad, su último libro. Habría despertado un debate interesante en un clima intelectual menos anodino que el español. Según Fernández de la Mora, la felicidad es "el problema humano por excelencia", y alcanzarla, y evitar la infelicidad, la intención fundamental de la gente, si bien no puede ser la finalidad de su existencia, ya que la pena, la desdicha o el tedio prevalecen, por lo común. Se trataría entonces de una finalidad imposible.

Tengo delante el enjundioso ensayo de Gonzalo Fernández de la Mora Sobre la felicidad, su último libro. Habría despertado un debate interesante en un clima intelectual menos anodino que el español. Según Fernández de la Mora, la felicidad es "el problema humano por excelencia", y alcanzarla, y evitar la infelicidad, la intención fundamental de la gente, si bien no puede ser la finalidad de su existencia, ya que la pena, la desdicha o el tedio prevalecen, por lo común. Se trataría entonces de una finalidad imposible.
No estoy seguro del carácter general de la búsqueda de la felicidad, salvo si la definimos de un modo tan amplio que resulte una perogrullada. Por otra parte, interviene en el concepto una subjetividad irreductible: "No me gustaban las labores campestres ni el cuidado de la casa que cría hijos ilustres, sino las naves y sus remos, los combates, las pulidas picas y las flechas, horrendas para los demás y gratas para mí, pues un dios ha puesto en mí esa inclinación", dice Odiseo. Tampoco la felicidad se halla en el cumplimiento de deseos profundos, pues a menudo ese cumplimiento nos deja una sensación de vacío, y en cambio los esfuerzos y penalidades para alcanzarlos nos llenan más, al menos el recuerdo de ellas.
 
Además, la felicidad se presenta en algunas personas (mi mujer, por ejemplo) como una sensación de plenitud y alegría de la que son muy conscientes cuando ocurre; otros (yo mismo) casi nunca perciben la felicidad, salvo en la memoria, cuando ya ha pasado.
 
Lo que sí notamos de modo inequívoco es la infelicidad, por ejemplo en un fracaso amoroso, o en esas épocas de días iguales, pesados y vacíos, cuando uno siente que no hace lo que quiere o, peor aún, no sabe siquiera lo que quiere, y para escapar de sí mismo busca cualquier entretenimiento o vicio, que termina oprimiéndole aún más.
 
Hace tiempo me preguntaron en un chat por el período mejor de mi vida, y dije que el de la primera infancia de mi hija. Por entonces mi mujer salía a trabajar por la mañana, y yo quedaba al cargo de la niña. Le cambiaba el pañal, le daba el biberón que su madre había dejado dispuesto y ella tomaba sola, y la pasaba de la cuna a la cama, donde nos peleábamos un poco.
 
Luego empezaba la sesión de cuentos. Le impresionaba el de la ratita presumida: uno de los pretendientes aparecía con cara de circunstancias al ser despedido por la ratita. Ella miraba la escena con aire preocupado y me preguntaba con balbuceos, señalándola –aún no hablaba, pero entendía bien–. "Se va", le explicaba. "¡Va…!", repetía ella, y se echaba a llorar.
 
Pronto tuve que contarle cuentos. Los inventaba sobre la marcha, le habré contado centenares, ya puede imaginarse su calidad, pero a ella le hacían muchísima gracia, sobre todo si incluían catástrofes como revuelos en restaurante, con los platos y las bebidas volcándose sobre la gente. No se cansaba de ellos. Una serie versaba sobre un detective llamado Garbancero. A veces le improvisaba otros, moralizantes, con idea de corregir algunas reacciones suyas. Por ejemplo, ella tendía a enfadarse con facilidad, y le inventé un cuento de "la ratita enfadona". Al principio no captó la indirecta, y comentaba, muy razonable: "Clao, poque es una tonteía enfadase po esas cosas" (empezó a hablar muy pronto, aunque tardó en pronunciar la ere y más aún la erre fuerte, que decía a la francesa). Pero cuando se percató del mensaje, protestó airadamente: "¡No quieo que me contes contos con lección!¡No quieo lecciones en los contos!".
 
También le hacían gracia otros temas: "Cóntame las gambegadas que hacías cuando eas pequeño". "Pues siempre andábamos haciendo hogueras, y una vez quemamos un camión…". Las gamberradas y disparates le divertían mucho.
 
Después la llevaba al parque en el cochecito. Parábamos en un bar donde yo desayunaba leyendo el periódico, y ella, en cuanto pudo, correteaba por el local mirándolo todo y pulsando los botones de las máquinas tragaperras. En el parque se entretenía con la tierra, o jugábamos con un balón, o a esconderse. Solía llevar alguna muñeca, y un día iba con una ovejilla de peluche, a la cual llamaba Lucerita, y que debió de caérsenos del carrito. Volvimos sobre nuestros pasos, buscando y rebuscando en balde. "¡Pobe Luceíta, estaá solita sin mí", lloraba desconsoladamente.
 
Su afición a los animales le daba muchas alegrías, también alguna gran pena. Teniendo siete años se le murió un periquito, al que daba de comer en la mano y que le lamía los dedos con su áspera lengua, y se pasó dos días llorando en cuanto se acordaba de él. Lo enterramos en una maceta, y sobre ella colocó un papel, pinchado en un palo: "Felipillo, el periquito amarillo y verde, falleció el 12 de diciembre de 1999 por aerosaculitis. Nunca te olvidaremos. Espero que estés en el cielo de los periquitos". Perfecta expresión de un sentimiento universal de pérdida y consuelo.
 
A menudo me acompañaba, buena camarada, a gestiones como hacer fotocopias de anuncios de clases, que luego yo pegaba por la universidad. Venía a mi lado parloteando de sus aventuras "cuando yo ea mayó y me llamaba Cecilia". Si me ponía a escribir a máquina, se sentaba en mis rodillas e iba dándole a las teclas. Así aprendió a leer, a los tres años, y un día sorprendió a su madre deletreando anuncios: "Mía, mamá: bo-das. O-fe(r)-tas". Muy reservada y pudorosa con sus sentimientos, podía tener salidas inesperadas: "Papaín, yo a ti te quieo mucho. Y tú a mí, ¿me quiees o no?".
 
Cuando le llegó el tiempo de ir al colegio estaba entusiasmada. Desde meses antes hacía amagos de irse de casa, con una carterilla cualquiera: "Adiós, papá, me voy an cole… amigos…". Pero ya desde la infancia el trato humano va teñido de cierta agresividad, y ella no sabía defenderse. En particular soportaba muy mal a un trío "BSA" (brutos salvajes atacantes). A pesar de su fantasía, tenía un fuerte sentido de la veracidad, se lo creía todo y le desconcertaban las desfiguraciones o exageraciones, o las jactancias y amenazas infantiles. En suma, la experiencia no fue muy halagüeña.
 
Por las mañanas, al despertarse, preguntaba: "Papá, ¿hoy hay cole?". "Sí". "No quieo í". Le explicaba que si no iba se convertiría en una burrita, como aquellos niños del cuento de Pinocho, y ella, pesarosa y disciplinada, aceptaba la prueba. Luego, mientras bromeábamos camino del colegio, se le iba pasando. A partir del mediodía su madre se ocupaba de ella.
 
Para qué seguir: cosas parecidas las cuentan todos los padres encantados con sus vástagos. Pero ¿por qué me parece la época más feliz de mi vida? No es fácil decirlo. Por entonces vivíamos del nada exagerado sueldo de mi mujer (unas 130.000 pesetas al mes), más unas clases particulares mías, muy poco productivas. Cada poco tiempo yo recorría la Complutense, a veces también la Autónoma, colocando anuncios de las clases; en general lo llevaba con buen ánimo, pero verme en esa labor, entre los 44 y los 51 años, en medio de aquella multitud de jóvenes con la alegre despreocupación de la edad, podía causarme, a veces me causaba, una sensación de naufragio vital definitivo. Porque, de paso, habían dejado de admitirme los dos o tres artículos mensuales que antes publicaba en algunos periódicos, y debía limitarme a pinchar mis escritos en los tablones universitarios, al lado de los anuncios.
 
Para colmar el vaso, debía distraer muchas energías en las últimas peleas venenosas del Ateneo, antes de tomar la cuerda decisión de dejarlas y dedicarme a escribir sobre un tema semiolvidado y poco prometedor: la revolución del 34.
 
Una frustración demasiado prolongada –y aquella duraría siete años, aparte de los doce anteriores en que había ido tirando a trancas y barrancas– termina desalentando, y no pocas veces me desmoralizaba o caía en una furia sorda y difícil de controlar, me volvía intratable en casa, lamentaba las mañanas que no podía dedicar al trabajo y llegaba a castigar injustamente a la niña.
 
Si esto es la felicidad… Pues sí, tomado en conjunto lo considero una auténtica felicidad. La cosa resulta demasiado subjetiva, ya lo aclaraba Ulises: los dioses no ponen en todos nosotros las mismas aficiones ni las mismas formas de apreciar la vida.
 
 
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