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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Los desmelenamientos magiares

La carta, en papel biblia, nos llegó envuelta en un condón y escondida en un tubo de crema de afeitar. Como siempre. Era una carta del buró político, o más precisamente del aparato clandestino del PCE, dirigido por Santiago Carrillo. En un estilo burocrático-telegráfico, como siempre, se nos daban consignas y la explicación justa sobre los conflictos que sacudían la Europa comunista. Era noviembre de 1956, y la escena transcurre en Madrid.

La carta, en papel biblia, nos llegó envuelta en un condón y escondida en un tubo de crema de afeitar. Como siempre. Era una carta del buró político, o más precisamente del aparato clandestino del PCE, dirigido por Santiago Carrillo. En un estilo burocrático-telegráfico, como siempre, se nos daban consignas y la explicación justa sobre los conflictos que sacudían la Europa comunista. Era noviembre de 1956, y la escena transcurre en Madrid.
La cabeza de Stalin rodó por las calles de Budapest en octubre del 56.
En dicha carta se valoraba el sentido de la responsabilidad y el buen juicio comunista de los camaradas polacos, que habían logrado resolver sus conflictos certeramente; en cambio, se condenaban los desastrosos "desmelenamientos magiares". Dichos "desmelenamientos", tan despreciados, eran en realidad las jornadas insurreccionales contra la ocupación soviética y a favor de la democracia bestialmente aplastadas por el ejército soviético.
 
Las imágenes –y la realidad– de esa insurrección y de su represión mostraban un pequeño país socialista machacado por la potente "patria del socialismo", y, a despecho de nuestra ingenuidad beata, que los países de Europa del Este no estaban libres y solidariamente aliados a la URSS, sino sometidos a Moscú, al totalitarismo soviético y a su peculiar imperialismo. Y claro, todo el tinglado se venía abajo, había que revisar seriamente nuestro conformismo progre.
 
Eso era lo que pensábamos y decíamos muchos del puñado de comunistas de Madrid... exactamente lo contrario de lo que decía la carta anónima del aparato. Porque lo que habían hecho los camaradas polacos, con Gomulka a la cabeza, mostrados como ejemplo, fue sencillamente arrodillarse una vez más ante Moscú –por aquellos años, el jefe del Kremlin era Kruschov– para evitar la masacre. Y la evitaron.
 
Un inciso sobre Kruschov: pocos parecen haber resaltado sus sin embargo evidentes contradicciones: algo reformista en política interior (aligeró la férrea represión lenino-estalinista y la censura, liberó a algunos deportados), en política exterior fue de un intervencionismo imperialista brutal: lanzó sus tanques contra Hungría, amenazó con hacer lo mismo en Polonia, envió sus cohetes nucleares a Cuba, etcétera, y los progres y la derecha pazguata le aplaudían, incluso cuando daba con su zapato socialista golpes simbólicos en la ONU.
 
Jorge Semprún.Volvamos a Madrid y a la carta del aparato, obra maestra de la literatura proletaria. Si no me falla la memoria, sólo se la enseñé a Javier Pradera y a Ricardo Muñoz Suay. Pradera se partió de risa, pero no por su contenido político, sino por lo cursi del estilo. Estuvimos preguntándonos quién había podido escribirla. Carrillo no: probablemente ni conocía el término "magiar"; debió de ser Jorge, o Claudín. Nos inclinamos a pensar que fue Jorge. (De vuelta a París, se lo pregunté: "Si, fui yo. ¡Y qué!", me espetó con furia. "Nada, sólo que suena ridículo, y no se trató exactamente de desmelenamientos".
 
Ricardo Muñoz Suay estaba profundamente preocupado. Contrariamente a los Pradera, Múgica, Marcos, Diamante, Sánchez Dragó, etcétera, que eran peceros sólo desde hacía meses, Ricardo lo era desde los años 30, en los estudiantes comunistas primero, luego en la guerra y la cárcel, otra experiencia. (No estoy diciendo que fuera mejor, ¡por favor! Pero sí diferente). Se había tragado todas las culebras, los trapos sucios, los crímenes, en aras de la disciplina de partido y, todo hay que decirlo, por fe ciega en la URSS. Y entonces resulta que la URSS...
 
En su piso de la calle Ramón de la Cruz pasamos noches en vilo, charlando, y rompió –claro que conmigo, entonces un "camarada responsable"– la omertá. Me lo contó todo: el asesinato de Andrés Nin, Paracuellos (precisando que Carrillo reconocía, de puertas adentro, su responsabilidad, y se justificaba así: "¡Era la guerra!"), Monzón, Bullejos, Comorera, todo.
 
Yo consideraba que quienes tenían razón eran los insurrectos húngaros, y que los "nazis" eran los soviéticos. "¡Es la primera vez en mi vida que estoy de acuerdo con el No-Do", exclamó Eduardo Ducay, después de ver a la televisión franquista condenar la invasión soviética. Los estudiantes peceros citados, y algunos más, me increpaban: "Pero vamos a ver, ¿qué pasa? ¿Cómo explicas esa mierda de Rusia?". Lamento no recordar la opinión de Enrique Múgica, tan activo aquellos años, pero no voy a criticarlo ahora, cuando por primera vez en su vida se porta como Dios manda, con lo del Estatuto catalán. El caso es que los dramáticos "desmelenamientos magiares" de 1956, si para algunos sólo fueron la primera culebra que se tragaron, para la mayoría supusieron una ruptura con el PCE. Para Alfonso Sastre, al revés.
 
La dichosa carta había llegado de manos de una "camarada francesa" –en este caso una estudiante–, acompañada de la clásica maleta con doble fondo repleta de mundos obreros y Nuestra Bandera. Estas revistas hacían ricos a los fontaneros, ya que los camaradas las tiraban a los váteres, que no podían ingurgitar tanto papel.
 
Le había dado cita ante el Museo del Prado porque siempre había turistas allí. Solía ocurrir que habláramos en francés sencillamente porque los mensajeros no sabían español, y eso allí no llamaba la atención. Por lo general teníamos dos citas: la primera, para que nos reconociéramos (mediante contraseñas), me entregaran el condón y, finalmente, concertáramos la segunda cita, en otro lugar, una estación, pongamos, en la que me entregarían la dichosa maleta.
 
Porque era joven, o por mi eterno chocheo ante las mujeres, no me limité a las gestiones concretas, sino que estuve hablando bastante con ella e intentando entusiasmarla con nuestra astucia: participábamos lo mejor que podíamos en las manifestaciones contra la intervención soviética, intentando darles un cariz de reivindicación democrática también para España. Se lo estuvo pensando, y a la segunda cita, muy seria, muy soviética, me dijo:
 
He reflexionado mucho, y considero peligrosísimo lo que hacéis. A fin de cuentas, estáis defendiendo a los fascistas húngaros y echando la culpa a la URSS, que es la única verdadera democracia, ya que es proletaria.
 
Los comunistas devastaron la bella capital húngara.Entonces me di cuenta de algo que recuerdo perfectamente 50 años después: me di cuenta, de pronto, de que éramos camaradas, miembros de dos partidos "hermanos", y sin embargo luchábamos desde barricadas opuestas: ella desde la de la URSS, yo desde la de los insurrectos húngaros. Ese otoño de 1956 en Madrid inicié, pues, mi larga, demasiado, marcha hacia el anticomunismo militante. ¡Gracias, coronel Maleter!
 
La conclusión lógica, de la que no me percaté de la noche a la mañana, era que estaba luchando en España no a favor de la democracia, sino del totalitarismo, que era infinitamente peor que la dictadura franquista. Saqué la conclusión peregrina de que había que seguir luchando contra la dictadura en España pero también, y al mismo tiempo, contra el totalitarismo en el mundo, y por lo tanto también en España. "Nadie dijo que fuera fácil" (¡Albricias, Julia Escobar!).
 
Estos días se está celebrando el 50 aniversario de la insurrección húngara. Algunos lo hacen en la calle, manifestándose contra el actual Gobierno, pero en una situación radicalmente diferente a la de 1956; los otros, en ceremonias oficiales y fúnebres, que recuerdan los entierros mafiosos, en los que la familia del muerto y los asesinos comparten pésames y rosas y todo el mundo sabe quién es quién, y quién ha matado, pero todos respetan el rito.
 
¿Con qué cara van los dirigentes europeos a celebrar su traición de 1956? Y no sólo los europeos: los USA, entonces presididos por el general Eisenhower, lo mismo. Nadie movió un dedo para ayudar a los insurrectos húngaros. Se esgrimía como coartada los acuerdos de Yalta, que supuestamente hubieran dado a la URSS derecho de pernada, saqueo y matanza sobre Europa del Este.
 
Triste época aquélla, y más triste ahora, que nos las vemos con la misma cobardía frente al nuevo totalitarismo: el islámico. Aunque George W. Bush, por muy torpe que sea, es más democráticamente valiente que otros presidentes yanquis. Algo es algo.
 
De los "desmelenamientos magiares" a la "alianza de civilizaciones". Yo veo más que un nexo: una autopista directa. Pero me dicen que soy un bicho raro. ¿Habrá que ser cobarde para ser políticamente correcto?
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