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PROBLEMAS DEL SISTEMA DEMOCRÁTICO

Ideas para un debate

Las elecciones generales del 14 de marzo han dejado en nuestro país un estado de malestar muy grave en el conjunto de los ciudadanos, que nos es sino la culminación de un ambiente de crispación política creciente desde hace más de dos años, a raíz de una serie de acontecimientos que se suceden en cadena: decretazo, huelga general, boda de Ana Aznar, Prestige y guerra de Irak.

El discurso de los partidos de la oposición (todos menos el PP, o todos contra el PP) basado casi exclusivamente en los dos últimos hechos, se cierra con el atentado del 11 de marzo y —después de una manipulación emocional inconcebible por parte de ciertos medios— se sanciona tres días más tarde de forma inesperada en cuanto a los resultados y de manera harto sospechosa respecto al devenir de los acontecimientos entre los días 11 y 14, tanto que, cuanto menos, obliga a poner en marcha una comisión de investigación en el Congreso.
 
Seguramente no existen precedentes en las democracias occidentales de la derrota de un partido gobernante después de una gestión tan eficaz en el terreno económico como la demostrada por el PP a lo largo de ocho años de Gobierno en España. Pero no es nuestra intención, en este momento, analizar las causas de esta derrota, que sólo es el síntoma de una enfermedad mucho más grave: el grado de discordia política, rayano a veces en la tentación de un enfrentamiento civil, que ya no tiene base social en la que sustentarse, y que sólo puede descansar en el peso desproporcionado de las ideologías, por mor de la utilización que de las mismas hacen algunos líderes de opinión y algunos responsables políticos.
 
Después de más de veinticinco años de elecciones democráticas, la alternancia en el poder entre partidos tendría que darse de una manera natural y normalizada. Si en nuestro país todavía no ocurre así, se debe principalmente a dos tipos de causas: La primera de ellas es la existencia de un déficit importante de cultura democrática, que permite tratar a los adversarios políticos como auténticos enemigos, a los que no basta con derrotarles en la urnas sino que hay que humillarles y, si se puede, dejarles sin espacio político en el que sobrevivir. La segunda, más importante —sin ella no se daría la primera— porque nuestro sistema de representación acarrea unos comportamientos políticos perversos, que han convertido nuestra democracia en una partitocracia, que hace posible que el poder político se considere como un objeto de propiedad privada hereditaria. De ahí que el partido triunfador de unas elecciones se pueda creer dueño del Estado durante cuatro años, al menos, y ejerza como tal.
 
Este es el sistema y nadie parece cuestionarlo, al menos desde el interior del propio sistema. A los partidos nacionalistas les otorga una sobre representación ventajosa que les permite una fuerza desproporcionada para poder influir sobre los gobiernos de turno a favor de sus propios intereses. Y los dos grandes partidos nacionales parecen los más satisfechos a tenor del poco interés que han mostrado por modificar nada que ponga en peligro la reproducción endogámica de la clase política. Por eso están totalmente de acuerdo en mantenerlo tal cual, aún a costa de generar una desconfianza creciente entre los ciudadanos.
 
El único problema es cómo permanecer en el poder cuando se ha alcanzado, o cómo reconquistarlo cuando se ha perdido. Esto obliga a una campaña electoral permanente, que viene a durar casi toda la legislatura, a un desgaste exagerado y a una crispación interminable que se traslada, en primer lugar, a todas las instituciones del Estado; en segundo lugar, a los medios de comunicación, que se hacen acreedores de un poder que va más allá del que les es propio, y, en tercer lugar a los ciudadanos, que, sin ninguna capacidad de intervención —hasta que les vuelve a tocar ejercer el derecho de voto— asisten inermes al espectáculo del que son las principales víctimas y en el que terminan obligadas a tomar partido con las únicas armas que les presta la ideología a la que se sientan más vinculados, que casi siempre, sea cual sea, va a hacer primar los elementos ancestralmente más sentimentales sobre los más racionales.
 
Así las cosas, descartada la reforma del sistema por la voluntad política de los partidos, sólo cabe la movilización de la sociedad civil para la creación de “instancias intermedias”, cuya inexistencia es lo que hace posible el poder omnímodo de las burocracias partidistas. Estas instancias, a modo de plataformas ciudadanas, tendrían que abrirse en la sociedad, en principio, como vehículos de pensamiento, capaces de aglutinar a sectores sociales que son conscientes de la necesidad de afrontar cambios trascendentales que nos permitan recobrar los niveles de convivencia política que animaron los primeros años de la transición. Posteriormente, estos cambios, de no ser asumidos por los poderes públicos, podrían ser vehiculados a través de la iniciativa legislativa popular de acuerdo al artículo 87 de la Constitución.
 
Tres son los cambios que habría que impulsar:
- Una reforma del sistema electoral, que logre que nuestro sistema de representación sea algo más que un mero instrumento de conquista del poder y donde los ciudadanos puedan elegir verdaderos representantes y no meramente gobernantes cada cuatro años.
- Una reforma del sistema judicial que haga posible la separación de poderes, una aspiración constitucional que no se ha hecho realidad. Una reforma que abarque a todos los órganos máximos del poder judicial (Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Supremo, fiscal General del Estado y Tribunal Constitucional) y que se materialice en una justicia independiente, y no en la justicia politizada que padecemos ahora, fiel reflejo de las luchas interpartidarias que desgarran a la clase política. Sin separación de poderes podremos seguir disfrutando de libertades publicas, pero difícilmente podremos creernos que vivimos en una democracia.
- Una reforma legislativa que afronte el monopolio creciente de los medios de comunicación en España, por una parte, y la necesaria independencia de los medios públicos (ligados inevitablemente a los partidos que alcanzan el poder) por otra.
 
En España, sin duda, es necesario abordar muchos más cambios (reglamento del Congreso de los Diputados, normalización de las comisiones de investigación, estabilidad de los planes de enseñanza, promulgar una ley de atención a las personas dependientes, consenso sobre los planes hidrológicos, profesionalización de las Administraciones Públicas, soluciones al problema de la vivienda, etc. etc. etc.), pero sin la culminación de las tres grandes reformas anteriormente mencionadas no sería posible encarar el siglo XXI con la madurez y la normalidad necesaria para situarnos a la altura de las democracias occidentales de nuestro entorno.
 
En definitiva, lo que reclamamos es la apertura de un proceso de regeneración democrática (aquella de la que hablaba el PP cuando estaba en la oposición, y de la que se olvidó cuando disfrutó del poder), en un momento de tremenda incertidumbre política, en el punto en el que el PSOE y los socios que le han permitido formar gobierno anuncian abordar una segunda transición y una reforma constitucional de resultados imprevisibles en el marco de descohesión social y territorial en el que estamos instalados. Fríamente no nos parece posible que sin esta clase de reformas sea factible dar solución, de manera razonable y sin traumas de consecuencias históricas irremediables, al nunca resuelto problema territorial de España y tampoco al de una convivencia política que cada vez parece retrotraernos más a los viejos demonios del pasado.
 
 
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