De hecho, quizá sea éste el campo donde sus planteamientos han sido más controvertidos. Gran parte de sus consideraciones sobre la organización estatal se hallan en uno de sus libros más conocidos, Democracy, the God that Failed, donde expone un análisis conjunto de la monarquía y de la democracia. Durante sus conferencias en España del pasado mes de abril, el profesor Hoppe aprovechó para presentar su edición española bajo el título Monarquía, democracia y orden natural. Una visión austriaca de la era americana.
El libro es, en realidad, una recopilación de artículos y charlas que Hoppe ha venido dando durante los últimos años. Su objetivo no es sólo reinterpretar la historia moderna, mostrando cómo el paso de la monarquía a la democracia supone, en realidad, una involución histórica, sino también defender un orden natural anarco-capitalista; esto es, ausencia de Estado y primacía del derecho a la propiedad privada.
La propuesta puede parecer un tanto disparatada. Al fin y al cabo, la idea de una sociedad sin Estado sigue sonando extravagante en nuestro país, por no hablar de la consideración de la monarquía como una forma de gobierno preferible a la democracia. Y si bien la idea de Hoppe hace aguas por varios lados, no debe despreciarse sin considerarla medianamente. El tipo ideal de monarquía bien puede evocar el absolutismo francés del Rey Sol, pero también las pacíficas y prósperas monarquías europeas, como el Principado de Liechtenstein, el Gran Ducado de Luxemburgo o el Principado de Mónaco.
Pero aún así, puede parecer inconcebible que un liberal defienda el absolutismo monárquico cuando, precisamente, éste fue el principal enemigo de los primeros que se llamaron a sí mismos liberales. Por ello, conviene adentrarnos un poco más en el razonamiento del autor.
En opinión de Hoppe, el Estado es una agencia que ejerce el monopolio territorial coactivo de las decisiones en última instancia (jurisdicción) y la imposición fiscal. En resumen, todo Estado es económica y éticamente deficiente. Sin embargo, no resulta irrelevante el régimen de propiedad que se detente sobre semejante agencia.
La monarquía absoluta representa, generalmente, una propiedad privada sobre el Estado. Esto provoca dos consecuencias de notable importancia. En primer lugar, el Estado es poseído individualmente. Así, por tanto, el monarca puede vender, alquilar o donar su privilegiada hacienda. Es obvio, que si puede disponer inter vivos, igualmente podrá transferir sus posesiones a sus herederos personales. He ahí la segunda característica de la monarquía: no existe libre entrada para ostentar el cargo de director de la agencia estatal, sólo mediante la muerte de su propietario, si produce la transmisión universal.
La democracia, en cambio, supone una propiedad pública sobre el aparato de compulsión y su consecuente delegación a un administrador fideicomisario. El gobernante no puede vender los bienes del gobierno ni apropiarse del precio, y, sobre todo, la condición de gobernante está abierta y, cualquiera puede, en principio, entrar en el gobierno.
Estas diferencias fundamentales entre la monarquía y la democracia acarrearán una consecuencia notoria: la actuación del Rey tendrá una orientación más a largo plazo y, por tanto, la magnitud de la explotación será menor que en el caso del gobernante democrático. El Rey actuará de una manera sopesada y mesurada, tratando de maximizar su riqueza total. Rehuirá todas las confiscaciones fiscales que provoquen un descenso más que proporcional en el valor presente de sus activos. Además, la restricciones a la entrada en el gobierno favorecen una clara “conciencia de clase” del público excluido del gobierno y promueven, así, la oposición y resistencia a cualquier expansión del poder explotador del gobierno.
Contrariamente, los miembros de cualquier gobierno democrático, dada su efímera permanencia, intentan maximizar sus ingresos corrientes, aún a costa de consumir capital; el curador provisional de un gobierno intentará aprovecharse tan rápidamente como le sea posible de la mayor parte de sus recursos, pues lo que no consuma en el momento, no podrá consumirlo nunca. Así, por ejemplo, en México al último año del mandato presidencial se lo conoce como el Año de Hidalgo, y chingue su madre el que deje algo. Este afán depredador del curador democrático frente al príncipe podemos observarlo, según Hoppe, en dos temas tan expresivos como los impuestos y la deuda pública.
Tantos reyes como políticos tienden a aumentar los impuestos, sin embargo los primeros se ven restringidos al posible consumo de capital que reduce, en definitiva, su riqueza presente y futura, mientras que los segundos no se ven constreñidos en este sentido. Las monarquías anteriores a la Revolución industrial no consiguieron atraer más del 5-6% de la renta nacional (…) en acusado contraste con la era republicano-democrática donde el gasto total del gobierno ha alcanzado el 50% a mediados de los 70.
De la misma manera, el Rey responde con su propiedad por las deudas que haya contraído mientras que la responsabilidad de las deudas de un curador democrático recaerá sobre terceros. Así, en la era monárquica, las deudas del gobierno eran sobre todo deudas de guerra. La deuda inglesa aumentó de 76 millones de libras en 1748 a 190000 millones en 1987[1].
De esta manera, demostrada según Hoppe la mayor conveniencia de la monarquía pasa a reinterpretar la I Guerra Mundial como el inicio de una terrible involución histórica; el punto y final de la época monárquica, cuyos efectos más tenebrosos fueron la dominación fascista y comunista de medio mundo. El conflicto bélico trocó de una disputa territorial a un conflicto ideológico tras la intervención de los EEUU en lo que era inicialmente una disputa territorial.
La guerra ideológica desembocó en una guerra total, las economías nacionales se cerraron y se militarizaron, en una suerte de socialismo de guerra, y el caos soviético tras la abdicación del zar alzó a Lenin, golpe de Estado mediante, con el poder absoluto. Tanto el káiser alemán como el Emperador austro-húngaro (Estado desmembrado y humillado tras la I Guerra Mundial) hubieran frenado, en opinión del autor, el avance fascista y nacional-socialista surgido al socaire de la amenaza comunista; pero las débiles repúblicas creadas por el intervencionismo wilsoniano resultaron insuficientes para ello. La Pax Americana es, según Hoppe, uno de los mayores fiascos de la historia.
Aún así, el autor defiende únicamente el sistema monárquico como un mal menor. A pesar de mi presentación favorable de la monarquía, al menos en términos comparativos, yo no soy monárquico y aquí no se defiende la forma de gobierno monárquica. La posición que he adoptado frente a la monarquía es más bien otra: si tiene que haber un Estado resulta económica y éticamente ventajoso elegir la monarquía y no la democracia. El resto del libro, pues, está dedicado a explicar cómo desmantelar el Estado, y esboza los trazos de una sociedad anarquista (derecho a la secesión, restricción de la inmigración, producción privada de defensa…).
Se trata, qué duda cabe, de un libro muy polémico, con alguna carencia importante, pero, desde luego, de muy recomendable lectura. Ahora bien, dado el ambicioso proyecto del libro y su pretensión divulgativa, muchos temas son tratados con pueril superficialidad, en especial las cuestiones históricas. Hoppe parece querer blindarse de cualquier crítica a su libro proveniente de la refutación empírica de sus proposiciones y sólo admite la posibilidad de localizar errores en sus razonamientos lógicos. Una teoría a priori se impone sobre la experiencia y la corrige, puesto que la lógica puede invalidar la observación, pero no al revés.
Se trata de un intentona para trasladar el método de la teoría económica al de una gran teoría social (En términos generales, me gustaría también fomentar y desarrollar la tradición política de una gran teoría social, abarcadora de la Economía política, la Filosofía política y la Historia) En este punto, me parece que Hoppe peca de pretencioso. Es totalmente cierto que en economía la observación empírica no puede refutar las deducciones lógicas, pero ello es cierto precisamente porque todo el armazón teórico de la economía puede deducirse racionalmente, a partir del axioma de la acción humana.
En cambio, Hoppe no fundamenta cada una de sus teorías en axiomas, sino que muchos de ellos parten de observaciones empíricas. Así, por ejemplo, trata de demostrar que las guerras en democracia tienden a ser guerras totales, dado su carácter ideológico y la confusión entre gobernantes y gobernados, mientras que las guerras monárquicas tenían un carácter territorial territorial-dinástico y los reyes tenían que contratar su propio ejército. Las guerras monárquicas eran disputas sobre las herencias. (…) Estas guerras tenían un objetivo territorial; no las motivaban las diferencias ideológicas. (…) No se le exigía [al pueblo] que tuviera una participación en las decisiones que traían consigo las guerras ni que tomara parte en ellas. (…) Por el contrario, las guerras democráticas tienden a ser guerras totales. Borrando la distinción entre gobernantes y gobernados.
Es importante observar que estamos ante enunciados factuales, en absoluto principios a prori. Nada hay en la composición de la monarquía que le impida emprender una guerra ideológica; ¿qué decir, por ejemplo, de la monarquía saudí? De la misma manera, tampoco existe ningún componente orgánico que imposibilite la conscripción militar. Así, Felipe V ya organizó reclutamientos forzosos con las quintas o las levas de vagabundos.
Otro ejemplo del razonamiento lógico hoppeano a partir de observaciones empíricas lo encontramos en la aserción de que Durante la época monárquica el rey y su parlamento tenían que someterse a la ley. No hacían la ley, sino que aplicaban el derecho preexistente como juez o jurado. (…) En democracia, velado el ejercicio del poder por el anonimato, los presidentes y los parlamentos pronto se ponen por encima de la ley. Devienen no ya jueces, sino legisladores, creadores del nuevo derecho.
Aunque bien pudo ser cierto que los reyes siempre se sometieran a la ley preexistente, de ahí no podemos deducir que siempre se hubieran sometido a la misma. Parece como si Hoppe se enfrentara a sus principios al utilizar el método inductivo para extraer conclusiones generales y a priori. Pero aparte, tampoco tal extremo es cierto. En primer lugar, porque en democracia el legislador también está sometido a la ley (aunque muchas veces no lo parezca) y, más importante, porque no es cierto que el Rey, durante la Baja Edad Media, no creara derecho. En España tenemos el clarísimo ejemplo del Código de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, que no fue más que una ley territorial destinada a la unificación legislativa del Reino.
En este peligroso ejercicio, Hoppe llega a apartarse del paradigma austriaco cuando asume que el monarca se comportará como si de un Homo oeconomicus se tratara. No tenemos ninguna certeza apodíctica que sentencie semejante comportamiento del soberano, éste puede anteponer determinados objetivos, económicamente ruinosos, pero que le reporten una mayor utilidad. Debemos considerar no sólo que el orgullo, la venganza, el prestigio o la moral pueden conducir la actuación del monarca, sino que su preferencia temporal por el consumo podría ser harto elevada.
Una vez más, ¿no dilapida recursos la monarquía saudí cuando decide financiar el terrorismo por consideraciones trascendentes o por su odio a Occidente? Hoppe asume, por contemplación histórica, que tal extremo no sucederá; pero tal aserción no puede superar la consideración de una simplista conjetura.
Quizá este sea el talón de Aquiles que desmerece todo el alegato hoppeano a favor de la monarquía; aunque, desde luego, sus críticas a la democracia suelen ser incisivas y profundas. Tal vez sea éste uno de los aspectos más interesantes del libro, adecuado motivo de ulterior reflexión.
La traducción española y la introducción al libro han sido realizadas por D. Jerónimo Molina y el libro esta publicado en Ediciones Gondo(edicionesgondo@yahoo.es).