
Resulta muy sospechosa la reprobación genérica que tradicionalmente suele hacerse del lujo, reprobado como algo superfluo y rechazable, una condena que todavía hoy escuchamos aquí y allá. No niego que en lo más profundo del alma de hombres virtuosos anide el sentimiento de la privación, el voto de pobreza y la renuncia, ni que tal sentimiento sea sincero. Cada uno ordena su existencia según crea más conveniente.
El problema surge cuando este, o cualquier otro, modo de vida pretende imponerse a los demás, sirviéndose para ello de la coacción y el miedo, procedimientos muy próximos en la tarea reductora de la libertad.
Y digo que juzgo sospechosa u oscura dicha maldición universal contra el lujo porque, como bien señaló Voltaire, se trata de una declamación que el mundo lleva enunciando desde hace más de dos mil años, en verso y en prosa, sin perder en ningún momento la afición por ella…
Aun proviniendo esta reflexión del desinhibido autor de Cándido, no debería verse en ella rastro de cinismo, sino constatación de hechos, por una parte, y sutil denuncia de la hipocresía y el latrocinio, por la otra. Esos "necios declamadores", escribe en el Diccionario filosófico, quisieran que enterraran sus riquezas quienes las han ganado, o tal vez repartirlas entre el pueblo; o mejor aún: entregárselas a sus presumidos representantes para que procedan a la repartición.
Frente al sobrado Voltaire, el probo Rousseau maldice la buena vida y la vida buena. No discutiré ahora el grado de sinceridad del ciudadano de Ginebra en la invectiva que lanza contra el lujo, adalid, dice, del vicio y corruptor de las costumbres. La franqueza o doblez de la diatriba no la convierte, con todo, en más razonable. Rousseau vive casi siempre de modo miserable, aun siendo habitualmente un gorrón y no poco licencioso. Por lo demás, escribe contra el buen gusto y la vanidad con muy bello estilo, una circunstancia que no pasa por alto el vivaz Voltaire, quien se lo hace notar.
En carta dirigida a Rousseau en 1755, agradece la cortesía del autor de enviarle un ejemplar del ensayo sobre la desigualdad entre los hombres, indicando de paso, eso sí, no haber visto emplear jamás tanto talento en intentar tornarnos bestias: "Dan ganas de caminar a cuatro patas cuando se lee vuestra obra; sin embargo, como hace más de sesenta años que he perdido ese hábito, siento desdichadamente que me es imposible reencontrarlo". En este punto, el afilado sarcasmo volteriano no se frena, y su verbo corta con la fría e incisiva suavidad de una guadaña.Escribe en este tono Voltaire tras comprobar que en su segundo discurso Rousseau persevera en la vía de la anterior arenga de 1750 contra las ciencias y las artes, una feraz oratoria premiada (y esto sí es ironía) por la exquisita y sofisticada Academia de Dijon. Por si no se le había entendido antes suficientemente bien, Jean-Jacques pinta ahora al hombre en su escenario natural, sin colorantes ni conservantes, dichoso y salvaje, saciándose bajo una encina, refrescándose en el primer arroyo, hallando su lecho bajo el mismo árbol que le haya proporcionado el alimento; "y, con ello, satisfechas sus necesidades".
Voltaire puede ser un cínico, pero Rousseau es un falso. El residente del castillo de Ferney, amante de los placeres y orgulloso de las conquistas de la civilización, declara abiertamente: "Le superflu, chose très necessaire". ¿Es esto mordacidad y desvergüenza o expresión de la conciencia burguesa que aspira a crecer y extenderse, a pesar de sus enemigos de clase y adversarios de espíritu? ¿Qué tiene esto de perverso, en cualquier caso, comparado con la inquisición que dirige Rousseau en el Discours sur les richesses al imaginario destinatario de la carta (Chysophile: que ama el oro) en el sentido de si se puede ser a la vez verdaderamente humano y rico?
Las encendidas proclamas del ciudadano de Ginebra, acaso sin pretenderlo, acaban incendiando la nación francesa y después Europa entera, llevando los pueblos a la ruina, sembrando a su paso la semilla de la revolución y el terrorismo.
Reparemos si no en la poco conocida Instruction de Lyon, redactada por ese viejo zorro de la política que es Joseph Fouché. El mitrailleur de Lyon dirige, en plena orgía del terror revolucionario, la cacería de lioneses (muertos a miles, a cañonazos, para ahorrar tiempo y balas) y la destrucción de la ciudad, como lección por encararse al poder de la Convención. Relata el episodio con minuciosidad Stefan Zweig en su memorable biografía sobre el feroz jacobino, poderoso ministro de Policía con Napoleón y, por merced suya, rico duque de Otranto.
Este dechado de arribista e intrigante, mientras ordena la matanza de Lyon, compone en 1793 el, a juicio de Zweig, primer manifiesto comunista dirigido contra la especie humana, antes de que Marx y Engels redactasen el suyo. El tercer párrafo de la Instruction no tiene desperdicio: todo en él es, en verdad, aprovechable, nada hay de superfluo, ni una palabra de más; tiene lo justo para derramar hiel y un rencor infinito. En aquellas páginas inyectadas de "virtud ciudadana", manchadas literalmente de sangre del pueblo, leemos todavía sin poder evitar el escalofrío una proclama que hoy sigue repitiéndose con similar furia e impudor por sus sucesores:Todo el que posea más de lo indispensable ha de contribuir con una cuota igual al exceso a los grandes requerimientos de la patria. De modo que habéis de averiguar, de manera generosa y verdaderamente revolucionaria, cuánto tiene que desembolsar cada uno para la causa pública.
A continuación, quien llegará a ser el segundo capitalista de Francia y el primer terrateniente del país enuncia el imperativo categórico de la redistribución socialista:
Obrad, pues, generosamente y con audacia; quitadle a cada ciudadano lo que no necesite, pues lo superfluo es una violación patente de los derechos del pueblo.
He aquí, en fin, la argumentación republicana y socialista:
Todo lo que tiene el individuo más allá de sus necesidades no lo puede utilizar de otra manera sino abusando de ello. No dejarle, pues, sino lo estrictamente necesario; el resto pertenece íntegro, durante la guerra, a la República y a sus ejércitos.
Comoquiera que la "república" está en rebelión permanente, en siniestra lotta continua contra la sociedad, la movilización general no conoce tregua ni cuartel. Cuando no inflama y arma a la turba para la revuelta, activa la milicia, la reserva extremista, siempre sedienta de motín y botín, para hacerse con el poder.
Mas ¿cómo delimita el primer manifiesto comunista lo superfluo y lo necesario?: "El republicano sólo necesita hierro, pan y cuarenta escudos de renta". Así habla Fouché el jacobino, antes de convertirse en noble y multimillonario, en buena medida gracias a la Revolución.
Hoy como ayer, basta con amañar un discurso demagógico sobre lo superfluo, con repetir la romanza sobre buenos y malos ciudadanos, con resucitar la leyenda negra sobre ricos y pobres, para tener pergeñado el guión simple del Progreso. El odio y el resentimiento inspiran sin descanso a los impenitentes amigos de lo ajeno y a los "buenos salvajes" de siempre. Respondan al nombre de Rousseau, al de Fouché o al de cualquier otro pobre republicano.