El primer ejemplo que suele mencionarse se encuentra en 1-35 y suele interpretarse como una profecía de la muerte de Enrique II. Se trata, sin duda, de la cuarteta más célebre de Nostradamus y la que vez tras vez se aduce para justificar su fama. El texto dice así:
En el campo de batalla en combate singular
En jaula de oro le quebrará los ojos,
Dos flotas una, después de morir, muerte cruel.
En el verano de 1559, la corte francesa celebró por las calles de París el matrimonio entre Isabel, la hija de Enrique II, con Felipe II de España, y el de Margarita, la hermana de Enrique, con el duque de Saboya. En la calle de san Antonio iba a celebrarse una justa en la que intervendría el 1 de julio el propio rey francés. Iba a enfrentarse con Gabriel de Lorges, conde de Montgomery. En una primera embestida, el monarca no logró descabalgar a su adversario de manera que se propuso conseguirlo al segundo intento. Sin embargo, el resultado fue muy distinto de lo esperado. La lanza de Montgomery se partió al enfrentarse los dos caballeros y uno de sus pedazos entró en el yelmo del rey, perforándole el cráneo por encima del ojo derecho e hiriéndole el cerebro. Durante los diez días siguientes, Enrique II se vio sumido en un delirio que, al fin y a la postre, desembocó en la muerte. En apariencia, la profecía se habría cumplido. En apariencia…
De entrada hay que señalar que Nostradamus no esperaba ni de lejos un fallecimiento tan cercano del monarca. En una carta que le dirigió el 14 de marzo de 1558, el astrólogo presagió que el rey no sólo sería “invencible” sino que además disfrutaría de “victoria y dicha”. Antes de dos años, el rey, burlando las lúcidas previsiones de Nostradamus, era vencido y moría. Por desgracia para los partidarios del astrólogo, tampoco lo señalado en la cuarteta encaja con la muerte del rey. Enrique II no murió en una batalla (sino en un torneo), sus ojos no fueron quebrados (la lanza le pasó por encima del ojo derecho), y, para colmo de males, seguimos sin saber cuáles son las flotas a las que se refiere el texto. Como ya señaló en 1863 F. Buget en su Étude sur Nostradamus et ses Commentateurs, “no hay, hasta donde yo puedo ver, una sola palabra de esta cuarteta que resulte aplicable al desdichado final de este príncipe (Enrique II)”.
Como es muy posible que sospeche ya el lector, si ésta es la “profecía” cumplida de manera más clara, las demás aún resultan más desalentadoras. Por ejemplo, en 8-1 se habla de Pau, Nay y Loron, tres ciudades aún existentes cerca de la frontera de Francia con España. Los forofos del astrólogo insisten en que es una referencia a Napoleón Bonaparte (a Paunayloron, en todo caso…). Asimismo en 2-24 y 4-68 se menciona el Hister, uno de los nombres que se da en los mapas latinos al Bajo Danubio. De hecho, en el segundo caso, el río es citado al lado del Rhin. Pues bien los nostradamistas insisten en ver en la cita una referencia a Adolf Hitler…famoso río centroeuropeo como sabemos todos.
Como es fácil comprender, con interpretaciones tan retorcidas y alambicadas no resulta extraño que los distintos exegetas no se pongan de acuerdo entre sí. Los nazis, por ejemplo, utilizaron las Centurias durante la segunda guerra mundial porque en ellas, supuestamente, se anunciaba la victoria de Alemania en el conflicto. Se trata de una posibilidad que dado el escandaloso índice de errores de Nostradamus no debería rechazarse de entrada, desde luego. Por otro lado, Fontbrune, quizá el más famoso nostradamista moderno, incluso se permitió señalar en un libro —que en los primeros dieciocho meses y sólo en Francia vendió setecientos mil ejemplares— que el fin del mundo sería en 1999. En honor a la verdad, hay que indicar que Fontbrune se había permitido enmendar la plana a su mentor ya que éste en una carta a su hijo César le indicaba que sus vaticinios se extendían “desde hoy al año 3797”, circunstancia ésta que nos permite respirar tranquilos (¿o no?).
Por sorprendente que pueda resultar para muchos las pruebas documentales son tajantes. No existe la menor prueba de que Nostradamus pronunciara jamás una sola profecía —en las Centurias o fuera de ellas— que se cumpliera. Por no acertar, ni siquiera acertó sobre sí mismo. En un almanaque, especialmente concebido con ese fin, el vidente y astrólogo señaló como fecha de su muerte el mes de noviembre de 1567. Murió diecisiete meses antes.