El cocido, el puchero, la olla, es el plato nacional español. Hay más variedades, bastantes más, que Comunidades Autónomas. Y, si echamos la vista fuera, América está llena de “descendientes” de nuestra olla: en el Siglo de Oro se decía aquello de “después de Dios, la olla, y lo demás bambolla”. Naturalmente, el cocido se adapta al clima y a lo que ofrece la despensa más próxima. Hay diferencias, si no de concepto sí de ingredientes, entre un puchero canario y un cocido maragato. Pero uno y otro son, como todos sus colegas, comidas completas desde todos los puntos de vista, incluido el nutricional.
Hoy, un cocido es casi —bueno, a veces sin “casi”— un lujo. Ya en 1905, “Picadillo” afirmaba que “un cocido que tenga las cabales / ha de costar de dos a tres mil reales”. Una bonita cantidad para la época. Pero “Picadillo” se refería, sin duda, al cocido “de lujo”, no al habitual en las mesas familiares españolas donde el cocido era plato de diario. Plato, sí, y no menú completo. Vean, por ejemplo, a Larra: “Oh, honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad diaria de una familia...” El cocido era sólo parte de la comida, que se completaba con un “principio”, o sea, con lo que hoy llamaríamos un plato fuerte. El cocido que Larra describe en El castellano viejo llevaba, que sepamos, carne —de vacuno—, verdura, garbanzos, tocino, jamón, gallina, embuchados —de Extremadura, aclara “Fígaro”—... Más o menos, como ven, como ahora.
Pero haríamos mal en considerar al cocido patrimonio exclusivamente hispánico. Por ahí también cuecen, y no sólo habas. Los franceses, por ejemplo, su “pot-au-feu”. Usan, fundamentalmente, carne de vacuno: falda, jarrete, espaldilla y, a veces, huesos de caña. Se usan hierbas y, como elementos vegetales, puerros, zanahorias, nabos y patatas. La variante parisina añade gallina y col. Se sirve todo junto. A mí, que quieren que les diga, me falta el tocino, el chorizo y, claro, los garbanzos, los “grabieles” que decían en Madrid. Los italianos no se privan de su “bollito misto”. Cuecen carnes de buey y de ternera, además de gallina, que cuecen por su lado; por el suyo van los embutidos: “zampone”, “cotecchino”... y en un tercero deberían cocer lengua de vaca y cabeza de ternera. No incluyen elementos vegetales más que como aromatizantes, aunque hay, claro, variaciones regionales, como aquí. También va a la mesa todo junto.
Un puchero argentino debería llevar, en palabras de Tito Botana, carne de buey “a troche y moche”, huesos de caracú (con tuétano), tocino magro, gallina, varios tipos de chorizo, porotos (judías blancas), garbanzos, arroz, repollo blanco, zapallo amarillo (calabaza), patatas, batatas, cebollas enteras, zapallitos (calabacines), choclos (mazorcas de maíz) y mandioca. Ah, y morcillas. Esto se parece más a los nuestros, con ingredientes clásicos del puchero canario, como las batatas, la calabaza, el maíz y los calabacines, que en las Islas llaman bubangos.
El cocido “de casa”, que viene siendo un híbrido de gallego y madrileño, lleva siempre morcillo de ternera o vaca, gallina —no puedo concebir un cocido sin gallina, y digo bien gallina, no su hijo—, buen tocino, lacón, chorizos, col —generalmente repollo—, garbanzos, patatas, zanahorias y, eventualmente, huesos de caña. Para ser ortodoxamente madrileño le falta el relleno, y tal vez la morcilla, pero no me gusta incluirla: le da su sabor a todo. Claro que para ser gallego le faltan más cosas, como partes de la cachucha del cerdo, costilla salada, cambiar repollo por grelos... Para los catalanes, no hay cocido —“escudella i carn d'olla”— sin la clásica “pilota”, rodeada, eso sí, de codillo de ternera, gallina, tocino, oreja, morro, mano y magro de cerdo, butifarra negra, jamón, huesos de ternera, garbanzos, patatas, col, zanahorias, nabos... una fruslería.
Y no hablo del pantagruélico “cocido” de los hermanos Troisgros, ni de la olla podrida al estilo del XVII porque... no caben. Pero estarán ustedes conmigo en que el cocido sí que es un plato “de fusión”, pero de fusión muy bien meditada, y no precisamente minimalista, que, además, permite unas “segundas vueltas” soberbias. Las dejamos, como la “ropa vieja”, para otro día.