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Javier Somalo

Un gallego en dique seco

El caso es que ni se va el que provocó el daño ni entra el que pueda repararlo, flaco favor para todo el partido que en breve tiene una cita electoral en Andalucía.

El caso es que ni se va el que provocó el daño ni entra el que pueda repararlo, flaco favor para todo el partido que en breve tiene una cita electoral en Andalucía.
El presidente de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijóo, y el presidente de la Región de Murcia, Fernando López Miras. | Europa Press

Algo empezó a hacerse mal hace mucho tiempo. Fue cuando se mezcló todo: el interés personal con el general, la admiración con la envidia, la lealtad con la ceguera o el periodista —y digo mezclar— con el político. Sucede en todas partes, claro. Pero como estamos atónitos frente al socavón producido por el desmoronamiento del PP, el partido que surgió de la UCD, es a él al que hemos de referirnos. Y la cosa empezó a pudrirse de verdad con Mariano Rajoy.

Su salida tampoco fue la mejor del catálogo: una moción de censura motivada en un laboratorio de patrañas y apoyada por buena parte de los peores enemigos de la democracia. Quién iba a pensar que una mayoría absoluta lo dejaría acodado en la mesa de un restaurante, con la cocina ya cerrada, viendo ir y venir esas lealtades "inquebrantables" de siempre, consejos, ofertas, envites y whiskies. En su escaño, ya se sabe, aquel bolso lleno de significado y vacío de política.

Alguna botella escocesa o irlandesa debe de tener la culpa de lo que nos cayó encima después porque quizá con un brindis de menos —o de más— el PP habría conservado el poder con otra persona al frente hasta unas nuevas elecciones. Parece que el PNV lo habría facilitado echando abajo la moción. Pero lo personal, la vanidad, se puso por delante y nubló aún más la visión de aquella noche —"por mí, por mi partido y quizá por España"—, y aquí paz y después gloria.

No, no fue la mejor despedida. Ni la escocesa (o irlandesa), ni la que hizo en el Congreso, ni las otras dos que dedicó a su partido ya con discursos leídos. Pero estuvo siete años en La Moncloa, cosa que Pablo Casado no ha llegado a probar. Y no se puede decir que haya sido una sorpresa mayúscula —quizá las formas, pero no el hecho— porque hace ya tiempo que Pablo Casado no parecía encaminado a gobernar España. Demasiados empujones, demasiada violencia política, que es como la de barrio pero con blazer entallado y cuello blanco.

"He podido hacer cosas mal pero no he hecho cosas malas", dicen que dijo Casado a los presidentes regionales del PP. O sea, ineptitud sin dolo, excusa habitual en busca de eximentes. Ya. Pues el discurso del chapoteo en la sangre de las víctimas fue, por ajustarnos a los términos casadianos, un mal muy bien hecho, calculado hasta en los verbos —Vox "dispara" una moción de censura, decía el discurso— y, por supuesto, en el tono empleado. Cargarse a Cayetana Álvarez de Toledo también fue planificado, tanto que su secretario general lo iba anunciando a quien quisiera escucharlo a finales de julio de 2020. Pero en el caso de Ayuso se produce la mezcla explosiva: hace una cosa mala que encima le sale mal. Bingo. Fue él el que eligió hablar o confesar inconscientemente con Carlos Herrera y que el resto del mundo pudiera deducir testimonio.

Bajo una eterna apariencia de buen chaval, "presidente Casado" pronunció elaborados discursos cargados de odio que difícilmente se pueden olvidar. ¡Y les escandalizó Cayetana contra Iglesias! Pablo Casado, el chico de la sonrisa, ha hecho daño y lo ha hecho a sabiendas. Con cara de bueno también es posible. Poco importa ya si, en realidad, fue maleado por el agreste lanzador de huesos de oliva, vulgo escupegüitos.

El partido-país, la pandilla y el mes de gracia

Los grandes partidos reproducen en su seno el poder institucional para no sentirse jamás alejados de él. Así, aunque no gobiernen, desfogan sus ansias en una suerte de realidad virtual. Un partido grande es como un país en pequeño: presidencias, direcciones generales, subdirecciones, consejerías, comités, delegaciones… por tener, tienen hasta embajadas. Y si ya te llaman todos "presidente" y te aguarda en la puerta un coche limpio, oscuro y escoltado pues la espera se hace tan dulce como falsa.

Un partido político como el PP es un simulador del poder institucional del que algunos no salen nunca, desde la más tierna adolescencia hasta, digamos, el final. De hecho, la vida de un político puede quedar reducida al simple ejercicio del poder interno, sin atisbo de gestión pública.

En este último Partido Popular ha habido demasiada gente jugando a ser importante sin serlo en absoluto, usando el divertido simulador y trasladando lógicas de pandilla a la política, creyendo que el poder es como el juego de tomar la bandera. Se va y se coge. Gana el más ágil, el más audaz, el más aguerrido, la frase más aguda, que suele ser la más artificial y, al poco de pronunciarla, la frase tonta del día. ¡Cuántas frases tontas ha diseñado la factoría de amigotes de Génova!

Pues a los amigos hay que dejarlos en el barrio, en el bar o en el pueblo… porque una cuadrilla, por muchos lazos y lealtades "inquebrantables" que atesore, no puede pensar en gobernar un país. Y si lo consigue, peor para todos. Llegados al que parecía el último punto de la vergonzante historia del peor equipo gestor que haya tenido el PP, el líder se enquista, se queda, no se va.

Pablo Casado tiende a encerrarse cuando las dificultades le asedian. Ya le sucedió tras su primer fracaso electoral en abril de 2019, el de los 66 escaños. El amargo lunes de la derrota Casado se encierra desde primera hora de la mañana hasta el final de la tarde. Le acompañan Teodoro García Egea y Javier Maroto, pero no requiere a Javier Fernández Lasquetty, su jefe de gabinete. Quizá no quiera críticas sino bálsamos, reparto de culpas y "ánimo presidente". A partir de esa reunión, Vox ya empieza a ser "extrema derecha" en boca de Casado aunque sea el partido con el que no tendrá más remedio que entenderse en tantas ocasiones, lo que le llevará a odiar a Santiago Abascal.

Todo lo que se escape de la lógica, aunque en ocasiones sea la única salida, es peligroso. Y la lógica marcaba que Pablo Casado debió dimitir cuando se lo pidió todo su partido. No tiene sentido —salvo para él— aplazar un acto, el de su dimisión, que ya debería ser el cierre de su etapa. Cada minuto de interinidad, de provisionalidad y de la improvisación que eso supone es un serio peligro para la alternativa que deba llegar.

Alberto Núñez Feijóo, que aún no ha definido completamente su papel, no necesita jugar a ser nada porque conoce, ejerce y gana el poder. Pero a estas horas lo único cierto es que estará un mes en tierra de nadie, detrás de una línea que ha trazado en el suelo el propio Casado pese a no tener ya la legitimidad de su parte.

Esa ha sido la jugada consentida de lo que queda de Génova. Una excusa que puede ser una trampa camuflada bajo la hojarasca habitual: la honorabilidad, la familia, el despedirse como Dios manda, el "sólo faltaría que no pudiera", la leña del árbol caído. O sea, tiempo muerto para Feijóo y de juego para Casado, Teodoro y otros "inquebrantables" que odian a Isabel Díaz Ayuso y que no descansarán hasta verla rendida. Un gallego en dique seco, aunque el gallego lo sepa y lo consienta, ¿es la última jugada del "bueno" de Casado?

Todavía pueden leerse titulares que dicen que la Comunidad de Madrid "admite" o "reconoce" que el hermano de Ayuso cobró los 283.000 euros famosos de la empresa Priviet… aunque a renglón seguido se matice que sólo los también famosos 55.000 tienen que ver con la Comunidad y como contrato, no por comisión. ¿Hace Casado cosas malas o hace las cosas mal? Como decimos, a veces hasta todo a la vez.

La campaña anti-Ayuso sigue en pie y a Casado le han concedido inexplicablemente un mes de prórroga que empleará en esa afición por hacer "cosas". En breve comprobaremos cuántos adeptos a la guardia saliente siguen escribiendo aproximaciones más o menos dañinas a la verdad, sean periodistas, jueces o fiscales. Y veremos si la pandi no prepara alguna sorpresa de mal gusto para el congreso extraordinario. Pero el caso es que ni se va el que provocó el daño ni entra el que pueda repararlo, flaco favor para todo el partido que en breve tiene una cita electoral en Andalucía.

Sólo encuentro una posible explicación para la prórroga: que a Núñez Feijóo le convenga ese plazo para ver cómo está por dentro la casa a la que podría mudarse, que pueda medir con qué fuerzas contaría para acometer la reforma integral que requiere. Existen encuestas no patrocinadas por Teodoro que, poco antes del estallido total de la crisis, ya ofrecían un sorpasso nacional de dos, tres y hasta cinco puntos de Vox sobre el PP. Es evidente que el que se haga con el control del PP no disfrutará de 11 millones de votos, ya ningún partido los tendrá en España, ni conseguirá gobernar sin pactos.

¿Encontrará Feijóo la fórmula o la persona adecuada para convertirse en alternativa a la izquierda contando con Vox? ¿Tendrá donde escoger para formar un equipo de personas tan válidas para gestionar la oposición como un gobierno? No hace falta un mes para responder pero es lo que ha pactado con Casado. Las expectativas serán cada día más exigentes.

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Nuestros males nacionales empequeñecen al lado de lo que está sufriendo la siempre castigada Ucrania y de lo que puede suponer el avance sin freno del psicópata comunista ruso Vladimir Putin. Algo tienen casi siempre en común las pequeñas y las grandes desgracias: que se permiten bajo múltiples excusas y a cambio no se obtiene ventaja alguna para el bien: el deshonor y la guerra. Para acceder a toda la actualidad y el análisis sobre la guerra de Putin siga la cobertura de Libertad Digital.

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