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José García Domínguez

Cuixart y Forcadell

Las revueltas no solo precisan de héroes y mártires; también necesitan tontos.

Las revueltas no solo precisan de héroes y mártires; también necesitan tontos.
EFE

Las revueltas, desde muy antiguo es sabido, no solo precisan de héroes y mártires; también necesitan tontos. Hijo de una carnicera murciana y de un obrero manual de Badalona que habló en castellano toda su vida, Jordi Cuixart encarna en su persona el paradigma de un clásico de la intrahistoria sociológica de Cataluña: el del charnego íntimamente atormentado por el déficit de pureza nacional genuina que delatan sus orígenes duales. Aquí, en el país petit, resultan muy habituales, y desde siempre, los casos de estudio clínico como el suyo; esto es, que el hijo de la murciana o del andaluz resulte ser por norma el más fanático, intransigente y radical de la colla independentista de la comarca. No por casualidad, tantos antiguos miembros de Terra Lliure resultan ser nietos de extremeños. El charnego que vive como un insufrible tormento su tara germinal en el ADN identitario, así Cuixart, es siempre el militante más proclive a dejarse llevar por el impulso suicida que conduce a la inmolación, ese mecanismo catártico que, merced a la vía de sufrimiento, permite compensar de algún modo el vacío esencial que aprisiona su alma de buen patriota.

Pujol era un ladrón; Mas, un cínico; Puigdemont, un aventurero sin escrúpulos. Ese basto y romo Cuixart, en cambio, es un creyente sincero. Por eso, porque se lo cree de verdad, pese a sus muy toscos recursos oratorios y su palmaria falta de pedigrí social, lo pusieron en su día al frente de Òmnium, acaso la más burguesa de todas las entidades que integran el tejido insurgente catalanista, una asociación controlada y dirigida desde su fundación misma por ese exclusivo club de las trescientas familias del que tanto solía hablar Millet antes de su ingreso en prisión. Los comunistas recurrieron en su tiempo a la tan literaria figura del tonto útil. Mucho más prácticos, los señoritos de la élite catalanista prefieren usar a los tontos a secas. A nuestro Jordi le esperan muchos años a la sombra. Pero será feliz cumpliéndolos por Cataluña, nadie lo dude.

De Carme Forcadell, la otra golpista estrella llamada a deponer ahora ante el Supremo, yo siempre he estado convencido de que sería una mujer en verdad temible si su inteligencia estuviera a la altura de su fanatismo. Pero, gracias a Dios, no es ese el caso. Otros dirigentes catalanistas, tan supremacistas en la intimidad como ella pero dotados de las luces que a la pobre Carme le fueron negadas, jamás se atreverían a berrear ante un micrófono que, por ejemplo, los votantes todos de Ciudadanos, el partido político que ganó las últimas elecciones regionales en la demarcación, no son miembros del pueblo catalán. Esa hez retórica tan racial, con su inequívoco hedor tan años treinta, es una munición de brocha gorda que ni siquiera los más hiperventilados se atreven a exhibir en el foro público. Forcadell era la excepción. Y no otro, por cierto, fue el aval que le abrió las puertas de la Presidencia del Parlament. Una atalaya, la del Parlament insurrecto, desde la que llevaría a la práctica en Cataluña la doctrina de un jurista alemán del que, por lo demás, quizás nada sepa.

Hablamos, claro, de Carl Schmitt. Y es que a la Carme le sobraba mucha testosterona, pero le faltaban demasiadas lecturas. De ahí que tal vez aún siga desconociendo a estas horas que lo que ayudó a cometer desde el Hemiciclo de la Ciudadela fue un revival del decisionismo, la célebre teoría totalitaria del Derecho. El pensamiento jurídico de los camisas pardas que se fundamentaba en la idea de que el Derecho depende en última instancia de una decisión política, no de normas abstractas e impersonales. En lógica consecuencia, para los discípulos catalanes de Carl Schmitt, y al igual que para sus antecesores germanos, llegado el caso la voluntad política se situará siempre por encima de la Ley. He ahí, condensado, el 1 de Octubre. En fin, como el sufrido Jordi, tampoco la Carme daba para mucho más.

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