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José García Domínguez

El mito de las autopistas en Cataluña

Las autopistas privadas catalanas también las han tenido que pagar a escote 'todos' los contribuyentes españoles, algo que jamás se explica.

Las autopistas privadas catalanas también las han tenido que pagar a escote 'todos' los contribuyentes españoles, algo que jamás se explica.

El independentismo catalán de finales del año 15 del siglo XXI sigue siendo tan perfectamente romántico, identitario, xenófobo, supremacista, atolondrado, sentimental y cursi como hace cien años; exactamente igual. Nada nuevo bajo el Sol (salvo el 3%). Ninguna diferencia estadísticamente significativa se puede encontrar entre la ideología profunda de un Joan Tardà, una Carme Forcadell o un Felip Puig y, pongamos por caso, un Miquel Badia, el legendario caudillo popular de Estat Català cuando la República. Se antojan desconcertantemente idénticos. Para ellos, el paso del tiempo no existe. Aunque, en descargo de los de antes, procede reconocer que eran mucho más honrados en lo intelectual que sus descendientes. Aquellos, al menos, no mentían. Eran cualquier cosa menos hipócritas. De ahí que reconociesen sin disimulos que ansiaban romper España porque la odiaban, la odiaban con todas sus fuerzas, no porque las balanzas fiscales de Lérida con Pontevedra o Albacete ofrecieran tal o cual saldo negativo.

Desempólvese en los fondos de armario de Google cualquier texto canónico del separatismo catalán y podrá el curioso conocer de primera mano ese atávica bilis antiespañola que ahora se esconde al pudoroso modo de las miradas indiscretas bajo mil coartadas economicistas. Por mucho que lo niegue –al menos en público–, Junqueras no es separatista por motivos estrictamente racionales de orden material y crematístico. Junqueras es separatista porque no consigue conciliar el sueño desde que, en su más tierna infancia, tuvo noticia de que unos catalanes errados habían firmado el Compromiso de Caspe durante los estertores de la Edad Media. Léase, si no, lo que el estadista de la Esquerra ha dejado impreso para la posteridad en un libro surgido de su pluma: "Cuando tenía siete años salí a hacer una encuesta por mi pueblo, casa por casa. Estaba convencido de que la mayoría eran independentistas como yo". Siete añitos, siete, contaba la criaturita.

Los argumentos económicos, pues, no suponen más que una excusa de circunstancias. Una excusa, sin embargo, que se ha revelado en extremo eficaz; y mucho más aún, huelga decirlo, desde que estalló la crisis. Así, son contados hoy los catalanes que todavía no se tragan la leyenda de que su territorio sufre una carencia crónica de autopistas gratuitas por culpa de la siniestra maldad de España, que pretendería de ese modo artero discriminarlos frente al resto de los habitantes de la península. Es ridículo, es disparatado, es absurdo, es demencial, pero los medios de comunicación locales lo repiten a diario, constantemente, sin cesar. Y la gente se lo cree. Compleja como suele, la verdad nada tiene que ver con el cuento. Por cierto, ese y otros embustes nacionalistas acaban de ser desenmascarados por Josep Borrell y Joan Llorach en un libro ya imprescindible, Las cuentas y los cuentos de la independencia (Catarata). Sucede que, en efecto, Cataluña –al igual que Galicia y el País Vasco– posee autopistas de peaje que proceden de la dictadura; autopistas construidas por la iniciativa privada cuando el Estado no podía pagarlas por falta de dinero.

Ergo, se trazaron únicamente allí donde fuesen rentables para los promotores privados; para el resto, no hubo nada. Y esa nada incluía al 90% del territorio español. Por cierto, unos constructores que, en el caso de las autopistas catalanas, tenían un nombre muy identitariamente catalán. Se llamaban, y se llaman, Abertis, sociedad propiedad de La Caixa. Los catalanes, pues, pagarían peajes. Pero el resto de los españoles pagarían el pato. Y es que las autopistas privadas catalanas también las han tenido que pagar a escote todos los contribuyentes españoles, algo que jamás se explica. Resulta que la empresa exigió un aval del Estado para cubrir el riesgo de futuras pérdidas derivadas de la devaluación de la peseta ante los créditos multimillonarios que había obtenido en el extranjero –y en dólares– a fin de realizar las obras.

Como de costumbre, la peseta se devaluó al poco. Y como de costumbre, los contribuyentes de Zamora, Córdoba y Teruel acabaron pagando la broma de su bolsillo. Eso no fue culpa, naturalmente, de los catalanes. Pero es la verdad y conviene que se sepa; sobre todo, en Cataluña. Muchos años después, y gracias al maná de los fondos de cohesión europeos, la España meridional dispondría, por fin, de autopistas nuevas y gratuitas; autopistas que no se construyeron en las regiones menos desarrolladas del sur por un capricho arbitrario del Gobierno de España, sino porque así lo exigió la Unión Europea. Eso también conviene que se sepa; sobre todo, en Cataluña. No se trataba de discriminar a Cataluña y a los catalanes. Se trataba de cumplir las normas obligatorias de la política comunitaria de cohesión territorial. Habría que ser un genuino miserable para hacer pasar eso por una oscura conspiración de Madrit contra Cataluña. Pero es que los economistas orgánicos de Junts pel Sí resultan ser unos genuinos miserables. No dejen de leer lo de Borrell.                  

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