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José García Domínguez

La corrupción de los aforados

¿Se atreverá a intentar acabar con eso Pedro Sánchez? A que no.

¿Se atreverá a intentar acabar con eso Pedro Sánchez? A que no.
EFE

Hablando de aforamientos, que es la cortina de humo de moda durante esta semana, resulta que aquí está aforado hasta el adjunto al Defensor del Pueblo de Andalucía. No el mentado y prescindible Defensor, que por supuesto que también lo está, sino el adjunto al mentado. Y no está aforado el gato del concejal de Abastos del Ayuntamiento de Betanzos porque no se acordaron de él cuando se redactó la última reforma del Estatuto de Autonomía de Galicia. Solo por eso. Y es que, como tan frecuente resulta en el diseño desquiciado del modelo de descentralización política español, el problema no reside en que esa figura discutible, la del aforamiento, esté contemplada en la Constitución con el fin exclusivo de amparar a diputados nacionales y senadores, prerrogativa que una ley orgánica hizo luego extensiva a jueces, fiscales y magistrados integrantes de los máximos tribunales del Reino, además de los miembros del Consejo de Estado, el Tribunal de Cuentas y el Defensor del Pueblo (el de verdad). El definitivo disparate es que el señor alcalde de Castellón, al igual que el adjunto del otro en Sevilla, resulten ser igualmente cargos institucionales que gozan de un absurdo aforamiento por obra y gracia del incontinente afán de las comunidades autónomas por emular la apariencia externa y el oropel formal propio de un estadito soberano de la señorita Pepys.

Una paranoia narcisista, la que alimenta esos delirios de grandeza de nuestros napoleoncitos y napoleoncitas regionales, que, más allá del afán permanente por imitar los atributos propios y exclusivos del Leviatán, tiene algunas implicaciones prácticas particularmente golosas para los corruptos y corruptas periféricos con denominación de origen. Y es que, para que en una democracia liberal exista de verdad la separación de poderes, esa separación debe ser también física, no sólo jurídica. Por algo el caciquismo ha sido siempre una lacra asociada a los pequeños territorios alejados de las grandes ciudades. Y por eso mismo en muchos países con democracias viejas el Tribunal Supremo suele estar ubicado en una ciudad distinta y distante de aquella donde tiene su sede el Gobierno. Contra lo que ordena el prejuicio popular, en una gran ciudad como Madrid resulta mucho más difícil corromper a un juez que en alguna de esas pequeñas capitales de provincia donde todos los notables del lugar se conocen desde la infancia y coinciden cada tarde en el casino. Y no sólo porque el adjunto del de Sevilla, el edil de Alicante y el conselleiro de Santiago se tuteen con los miembros del correspondiente tribunal superior autonómico, valga el oxímoron, sino porque, además de tutearse y merendar con ellos, también los nombran. Y eso ya son palabras mayores.

De ahí el entusiasmo de los parlamentos regionales por extender el chaleco salvavidas de los aforamientos hasta al que toca la bandurria en el Orfeón Donostiarra. El tan buscado chollo del aforamiento pedáneo ofrece al delincuente autonómico potencial la garantía cierta de que, en el caso de ser pillado en acto de servicio, dos de los cuatro miembros de la Sala llamada a juzgar y condenar sus fechorías habrán surgido de una terna elegida por ellos mismos, merced a la facultad que se otorgó en su día a los parlamentos regionales para que metieran la nariz en los nombramientos judiciales. Dos de cuatro. Un cincuenta por ciento de probabilidades a priori de que el juez del caso resulte ser un compadre del reo. ¿Se atreverá a intentar acabar con eso Pedro Sánchez? A que no.

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